Estoy lleno de cosas. Quiero decir de voces de antes que me rondan de cuando habÃa mucho tiempo, mucho lugar para esa memoria que luego con los años arderÃa.
Era invierno y todavÃa oigo el picoteo de la máquina de coser de mi madre, con su ruido de lluvia parejita como si fuera real y cayera sobre el zinc de los techos oxidados de mi casa cuyo borbotear iba a través de una canaleta al aljibe de los primeros tiempos a un tanque de quinientos litros cuando aquél pereciera de un derrumbe por culpa de un hormiguero.
En principio mi madre nos hacÃa la ropa a todos, hasta que en un tiempo "cosÃa para afuera", como ella gustaba decir. Sobre todo luego de hacer un curso de "pantalonera" bajo la dirección de doña Santina Spessot. La acompañaban en su carácter de alumna mis primas mayores: Gladys y Ketis.
De aquel tiempo me queda el recuerdo de aquel costurero de mimbre, cuyo origen y posterior destino desconozco. Ese costurero donde habÃa agujas, hilos, tijeras y un centÃmetro con su inevitable tiza para marcar los cortes sobre todo recuerdo ese dedal brillante, que tengo en mi escritorio y que siempre me recuerda el poema de José Pedroni, que narra el dedal de su madre (la dulce mamá Felisa del libro "El nivel y su lágrima"): "Dedal de mamá Felisa/ tantas veces perdido/ debajo de viejos muebles/ donde cantaban los grillos.../ Dedal de mamá Felisa,/siempre colgado de un hilo;/ arañita de la noche/ sobre mis medias de niño".
Puedo escribir que la mamá de Jose Pedroni y la mÃa, compartÃan otras cosas además de estos objetos de trabajo. El origen italiano, la propensión al llanto y la hermosura.
No me resulta para nada difÃcil, mejor dicho me agrada compartir estas y otras cosas ligadas a nuestras vidas. Además de la poesÃa, también una ética fundida con una estética muy particular y acotada que se presume luego universal.
No nos resulta difÃcil conjeturar hoy que el trabajo silencioso y nunca reconocido de estas mujeres eran la base muchas veces fundamental de las economÃas domésticas de aquellos tiempos idos. Pedroni recuerda a su madre, como "la que nunca dormÃa".
Vaya como ejemplo, del mismo libro arriba citado, su poema "Mate" dedicado a Amaro Villanueva del cual reproduzco la parte final:
"Cuanto trigo se ha cortado/ cuánta paloma se ha ido/ desde aquel mate ofrecido/ por aquel ángel nublado./ TodavÃa está sentado/ porque no sabe dormir/ y yo me quiero morir/ Para que su punto avance/ y el sueño por fin alcance/ y el sueño por fin alcance,/ con su mate de zurcir".
Es decir, que aquellas madres (nuestras madres) no sabÃan dormir, porque luego de trabajar fogoneando todo en la casa y asà echando una mano a los hombres en la cosechas, cuando todos dormÃan, ellas pedaleaban para hacer nacer "aquella lluvia que no existe", pero que subvenÃa el vestir de toda la familia.
Los hombres por otro lado, levantaban las cosechas, cortaban leña para las cocinas económicas que también eran surtidos por marlos y herraban los caballos o marcaban la hacienda y hasta levantaban esas casas precarias que le hacÃan pata ancha a los vientos. Pero a veces también descansaban. Con las mujeres no pasaba lo mismo. Ella ayudaban en todas las tareas a los varones, pero el descanso no existÃa porque en la edad juvenil tenÃan hijos, uno tras otros. Mi abuela paterna tuvo seis varones y dos mujeres ayudada por alguna vecina, nunca la revisó un médico ni la asistió siquiera una partera. Entre las mujeres cercanas a su chacra se echaban una mano, porque quien más quien menos tenÃa la cantidad de hijos que tuvieron mis abuelos. Cuando yo logro recomponer, recordar, memorizar o inventar sobre ese magma querible que me persigue, atento, solo veo sacrificios donde el goce era el trabajo y la diversión no existÃa.
Estaba todo aunado como en un estuario donde los barcos estaban siempre dispuestos a partir, o tal vez a pernoctar allà mientras el afecto de aquella gente mayor se prodigaba, se daba en brillar como "la niña que iba de pana azul sobre los campos", como alude Juan L. OrtÃz en ese bello y conocidÃsimo poema.
Las muchachas de entonces no terminaban la adolescencia si no veÃan como los partos comenzaban a ensanchar sus cadenas y crecer su pecho con los embarazos que se traducÃan en hijos en ese paisaje bucólico, no tanto como en principio aparecÃa, pero sà lo suficiente para que el vuelo de las garzas por el cielo tan azul no fuera una excepción ni un extravÃo ni una rareza que todo ese mundo primigenio y viril, lo desconociera.
También el cansino andar de aquellas mujeres sufridas, donde hay varias generaciones que pertenecen a mi familia y que nunca nunca le hicieron asco al trabajo, porque cuando yo las recuerdo se me aparecen cantando, con la sonrisa cruzándole esos rostros ingenuos, quemados por el sol, cuando el mundo devenÃa azul y perfecto.
Tan perfecto cuando luego nunca más serÃa posible que volviera. Ni con toda la fuerza de nuestros más voluntariosos recuerdos.
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