A Clarice Lispector
I
El rostro de arena (y no viene un viento y lo arrasa) se me aparece ahora como lo más real en lo menos real. Será una voz que no oigo o será que oigo todas las voces? Una mañana desperté y quise arrancar de mà todo aquello que no me contuviera, como el vacÃo y la soledad del cuerpo, o la siempre oscura frialdad de la memoria. HabÃa pasado la peor noche de mi vida. Me asomé y habÃa caÃdo, vivÃa lejos de mÃ. Sólo habÃa dÃas grises y lluvia envolviendo la arboleda. Ahora es solamente escapar y sentirme a salvo. El miedo se mueve adentro mÃo como un acordeón pero no me roza; sólo yo lo siento, y ni me roza. Ese rostro, incluso (el rostro de arena), no me dice mucho (no me dice nada), aunque es evidente que pudo salvarme y no me salvó. Ese rostro es un invento, como todo en mÃ. Confusión en las ideas, en las palabras (entrar al lenguaje y ver todo roto esparcido por el suelo); los sentimientos, en cambio, parecen ser siempre tan claros. Ojalá pudiera ver el sol asÃ, pero hay fantasmas y parecen nubes. Y por qué son en general los fantasmas? A qué dios adoran,a qué dios le temen? Duermen los fantasmas si no nos dormimos pensando en ellos? Los fantasmas son entonces la carne del tiempo. Pero la música enmudece las palabras (las palabras nunca dicen la verdad), y esa música o ese ardor (la arena en el viento es un tremendo ardor) es mÃa también, la parte mÃa que aún me aguarda.
II
Lo que quiero es tan simple como esto: yo quiero amor o la muerte. Pero el cielo retiene en sÃ, yo lo sé, el deseo imperioso de una mucho más profunda oscuridad. Entonces me mira, me mira y arde, igual que lo hizo al nacer. Y despierta. Y tras haber despertado vuelvo a oÃr su respiración, sus pasos llevándonos lejos otra vez. El que ahora me quitan las palabras, le digo, es aire que me diste al nacer, y esta nueva luz que me ilumina -todo en sus manos, incluso el tiempo, es luz- no es en verdad sino una luz ajena. Quiero, sin embargo, que esta vez sà comprendas: y es que la luz es luz para al fin poder olvidarlas todas las palabras. Como cuando me hiciste probar de tu boca una flor. O esa vez, en la playa, que me regalaste el mar y una estrella en la arena que cayó. Nada pronunciarán ya estos labios como no sea el aullido tormentoso de tu amor en mÃ. Pero entonces nos besamos, y ese beso -recuerdo exactamente el resplandor y la fiebre- sofocó la luna. Y una cosa más: el temblor, la crispación de las olas. Todo y cada cosa recuerdo. Y que no nos miramos. Ahora quiero, no obstante, algo tan simple como esto, pero ya no sabré decirlo sino hasta que entiendas: yo quiero amor o la muerte. Yo quiero amor o la muerte! Pero ya no volveré a decir quién soy: en los espejos habita nuestra última voz.
III
No esperes más, te decÃa, y muy lentamente nos Ãbamos acercando, muy de a poco despertando, alejándonos de nosotros mismos. Desato el nudo y tiro; pero recuerdo -y qué no recuerdo!- que donde ayer hubo escarcha ahora hay la forma vibrante, respirable, de una raÃz, de un mañana. Es tuyo este viento -y lo digo para tatuar sin palabras, con meros gestos, tu cuerpo, tu mar secreto: tu alumbramiento- y es tuya la senda que sigo. Abro tu mano; la última palabra todavÃa deambula sin ser dicha. Siempre fulminante, nunca interrumpida, la luna (el otoño ya desnudo) y el sin ningún ruido desorden del viento; pero esto ahora escapa, es ya todo deseo de habitar... el trazo se estira y te alcanza.
IV
Me cansé. Estoy cansado. Y quiero decirlo todo pero sólo puedo hablar de mÃ. Es como si con cada palabra se borraran las demás. Excepto el viento, todo se borra y me anula. Este silencio, que apareció de pronto, dice ahora -y señala una sombra imprecisa y lejana- que estamos bien, perfectamente a salvo en nuestro jardÃn innominado. Y es sueño; entonces descubrÃ, con estupefacta ternura, la raÃz (su espuma, el vaciamiento) de cuanto reflejo desató, al caer, tu manto. En aquel rincón nos alimentamos, sentados en el umbral de luz, irremediablemente. Ahora se nos desprende la tierra, nos vemos ahogar en sudor nuestro propio cuerpo. El mar, esa máscara, nos palpa la frente; no es piel la arena que llevo en mis manos. Alzamos la copa por última vez. Ahora reconozco tu marca, tu espina, tu estaca en mÃ. Y soy yo, amado, toda realidad indescriptible; saciado, yendo siempre tras tu huella, soy yo, mitad roce, mitad párpado. Soy yo, sÃ, y un cadáver también soy, y una medalla. El vacÃo, su voracidad: sobre tus hombros pendula el peso negro de una distancia. Palabras, palabras! Soy yo!
V
Me inclino, toco esta piedra, la observo. Estar asÃ, sentirme asà -y te invoco- es ser parte también de esta mancha de sol y de esta sombra. La piedra, en mis manos ahora, se hace ver, quizás, algo enmohecida, o enlutada, en mi palabra. Pero esta piedra tiene tus rasgos y tiene tu voz. Y dice: "Proclamo principio y elemento de los seres lo infinito". Me tiemblan las manos, quiero correr pero estoy quieto. Imagino a mi alrededor un abismo. Inmediatamente me dejo caer. Es tu nombre que retumba y me lleva a caer. Mientras caigo, juego con el fantasma. No hay ningún dios, ni otros poderes invisibles. Es tan sólo caer: siempre es caer al despertar. Donde encontré ya no encuentro, este soplo es también este silencio. Sin semblante, sin más nada que una muy blanca piel, tu palabra ni remotamente me habla. Me arrojé. Entré al abismo. Estoy cayendo. Veo que todo está partido al medio en mi interior, abierto en su centro como una flor, sin sonido. Tiene este viento la carne muy frÃa. Caminamos hasta la orilla, nos miramos los pies sucios de arena. La luna -y para qué dicen que existe si no existe, si es irreal?- es reflejo de otra más lejana orilla. Entonces nos agarramos de la mano muy fuerte. Caigamos los dos! Sin tu nombre no hay caer ni hay despertar. Resbalar, caer: y vi que habÃa vida en mÃ, ajena, anterior. Vi que habÃa vida cayendo en mi interior, volviendo de mà hacia mÃ. Ahora repite tu voz: "El sÃmbolo es uno solo, con su paz y su guerra". Esta piedra es creación de esa paz y esa guerra, creación de ritmo y de luz en constante vibración. Y es caer. Esta piedra, su pulso, mi entendimiento, es caer.
VI
Aquà no ha pasado nada. Si de sus pies la misma espuma, o si del labio un hilo oscuro, nadie en la vida, como una transpiración, un gris manchando las costuras, una rama caÃda asustando el agua. Hoy murió en mà una palabra, y sobreviven miles. Ahà en el borde se descubre y lo sacuden, bien sobre la tierra el rostro muerto. Reviente (o nada tiene) por infinitos poros. Y a veces lo veo huir del cielo por las calles. Breve el suspiro que un destello respira: la esfera inhabitable. Hay un ahora que te quiero decir, un nuevo impulso brota, se descubre. No me da terror hundirme en rostros vivos, contornos de sus hojas frescas dan al dÃa. Hay la senda florida de tus brazos, el acero enfurecido recubierto de un ardor. Bendita esencia muda, páginas con lÃneas de perfil humano! Siento el dolor todo semejante a tu lengua, del agua de esa boca voy cantando. Tan alto, tan alto! Cuando está triste se quiere ir del mar y llora, si estoy de blanco despertando de la siesta quizás. Nudos cuando lo besé; destellos, nudos. Y tendido a tus pies dar el sÃ, tampoco huir. Lo digo con palabras que no sé: es amor.
VII
El fuego, el águila, el trueno! En cada mano llevo oculta una llave, un pañuelo, un despertador, las migajas que son mi alimento, alimento para no seguir con vida en mÃ. Cuando sepa tu nombre dejaré que floten y el rÃo se lleve sus sueños inútiles. Las cosas sueñan un nombre que yo no sé decir. Digo tu nombre; llamo a todas las cosas por tu nombre. Mi nombre lo perdÃ, murió ahogado en la estrepitosa desnudez de tu nombre. Estoy frÃo como la piedra, caliente y frÃo como la piedra por dentro. El silencio me esconde de mÃ, del desamparo que hay en mÃ. Un rincón es mi lugar sagrado, pero hay luz, y la luz, como todo, al fin cedió. Hay luz, sÃ, y es lo que espero que diga tu nombre que hay en mÃ.
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