1. Sólo sepa tu nombre.
Cenando una noche los dos en el balcón, le dije, horrorizado: "Amor, qué me pasa? Me miro las manos y veo tus dedos...". Él, como si no me hubiera escuchado, siguió comiendo, pero su silencio algo me dijo. Por ese tiempo entre nosotros las cosas ya no estaban bien, a él lo notaba muy cambiado, incluso a mà me costaba reconocerlo. En el fondo, yo sé, él no se querÃa ir, porque todavÃa me querÃa, pero de ella no se sabÃa defender, no tenÃa el carácter para hacerlo. A pesar de todo, y aunque hasta la madre se habÃa puesto en mi contra "`nadie mejor que una madre sabe lo que más le conviene a su hijo', llegó a decirme", yo estaba dispuesto a salvar nuestro amor. Una tarde me le acerqué, lo miré fijo y: "Amor, si te vas, si me dejás, me mato", le dije. Seguramente se habrá asustado, sÃ, pero en el momento no se inmutó. Más tarde se vistió, se perfumó y salió. Durmió con ella, de eso no tengo dudas. Cómo se habrán reÃdo de mà esa noche! Me parece estar viéndolos. Ella no me acuerdo si era alta o baja, sà que era muy blanca, con el pelo cortado igual que un varón. Hay que tener valor, sabe?, para elegir ser infeliz pudiendo no serlo. O estar loco, sÃ. Un buen dÃa me llegó el rumor de que se habÃan casado. Lo puede creer? Y yo trato de estar tranquilo, de concentrarme en las cosas que me están pasando ahora, pero dos por tres atiendo y es su madre contándome lo mucho que extraña al hijo. Como si yo no tuviera bastante de él con mis propios recuerdos! Con el tiempo, creo, llegué a desarrollar una especie de fe en él, pero de eso me di cuenta tarde. Lo que sentÃa era como que el muerto era yo, no él. De repente habÃa una cocina, un balcón, una habitación, libros, adornos, sillones... eran todas las cosas de siempre en el lugar donde habÃan estado siempre, pero no habÃa nada ni nadie, porque faltaba él. Me pregunto si no serÃa mejor hablar con ella, preguntarle por qué hizo lo que hizo, o si realmente lo llegó a querer alguna vez. "Nunca voy a saber qué pasó en realidad? Casi no hay noche que no lo sueñe, y nos veo tan felices como éramos antes de que apareciera ella. 'Amor, me seguÃs queriendo vos'", le pregunto yo siempre, y él dice que sà con la cabeza.
2. La noche del tiempo.
No estoy bien, no, y no estoy bien porque él se fue. Ya sé que todo pasa, pasan los años como pasan las tormentas, y las desilusiones y las traiciones también pasan, pero una cosa no tiene nada que ver con la otra. A veces el tiempo se detiene y uno deja de creer. "Amor, soy tu familia yo, no me podés hacer esto", le dije una vez, pero para ese entonces ya se habÃa cansado de mÃ. Después le dije lo que le dije y no volvió a dirigirme la palabra. Hablaba por teléfono como en secreto y se referÃa a todo con acertijos. Asà vivimos los últimos seis o siete años. De ella lo único que puedo decir, porque me consta, es que lo ayudó mucho, con alguien tenÃa que hablar él sus soledades, sus miedos. Y se estiraba el tiempo y yo ni cuenta me daba, como una persona que sabe que pronto se va a morir pero no sabe cuándo exactamente. Todo ese tiempo que él tardó en irse tardé yo en darme cuenta de que efectivamente alguna vez se irÃa. Y se lo dije: "Amor, si te vas, si me dejás, me mato". El me hubiera perdonado todo, pero eso nunca me lo perdonó. Fue inflexible como era su jefe con él. "Te quiero", fue lo último que me dijo, pero asà es mejor para los dos. Un domingo -era temprano y hacÃa frÃo, él acababa de llegar, seguramente habÃa pasado la noche con ella-, mientras ni me miraba y se seguÃa desvistiendo, tomé valor y le pregunté: "Vos me odiás a mÃ?". "No, no te odio", me contestó, pero casi ni tenÃa sueño y apoyaba la cabeza en la almohada y se dormÃa sin ganas. Qué no darÃa yo por saber qué fue lo que pasó en realidad! Mis amigos me lo decÃan siempre, pero yo no escuchaba a nadie. "Ese tipo te está arruinando la vida, vos no eras asÃ", me decÃan. Pero yo sà era asÃ, y yo soy asÃ, yo siempre fui asÃ. Esa mañana lo vi dormido y no me pude contener: "Andate, Esteban, qué tanto me querés ver sufrir? Andate! Andate!", le grité. Él me miró serio, me miró como con asco: "Te vas a matar si me voy?". Yo no respondÃ, no pude. Al otro dÃa agarró las pocas cosas que le quedaban y se fue. TodavÃa me parece escucharlo levantarse a la madrugada para ir al baño, o roncar, y hasta me sigue haciendo reÃr. Y me rÃo con ganas, aunque de qué me rÃo bien no sé. Mejor asÃ, no le parece?
3. La ley del corazón.
"En qué pensás, amor?" Echado sobre el sillón, apenas flexionadas las piernas, Esteban o no me oyó o, si lo hizo, al menos no me respondió. Más me convenzo a medida que pasan los años (y los años, como dicen, no vienen solos) de que al pensar, no importa en qué o en quién, el ser humano se aÃsla, aunque, es verdad también, siempre hay un ojo que observa y una boca que delata el silencio. Dónde está, cómo y quién es Esteban? De súbito, y no podÃa ser de otro modo, la realidad (loca torturada) ya no es el jardÃn florido y la cena a la luz de las velas, es más bien lo contrario: un conglomerado de dudas, de expectativas absurdas, de fugaces miradas atónitas. Hasta hace un momento éramos uno, ahora somos dos o ninguno. Un rayo de luz detona la intimidad del espacio, confinándonos a vos de un lado, amor, y a mà del otro; vos callado, yo aturdido. De un salto retrocedo tres casilleros: uno por miedo, otro por desesperación, otro más por las dudas, porque también yo de un momento a otro puedo dejar de ser quien soy. Esteban, Esteban! "Esto es la muerte", pensé. Pero la eternidad duró sólo un momento. "Pero en qué voy a estar pensando, si sabés que sos lo único que me importa". Esa pudo haber sido la respuesta, una respuesta más que apropiada, amable y conciliadora. O pudo ser esta otra, más radical: "Y desde cuándo te tengo que rendir cuentas a vos de lo que pienso o dejo de pensar?". A veces me pregunto cómo fue que entraste en mi vida, Esteban, y por qué te necesito tanto asÃ, por qué soy tan frágil, tan dependiente. Decime cómo tengo que hacer para no dejarte ir, para que estés siempre conmigo! Cuánto tiempo tengo que esperar? Y qué pueden significar cinco, diez, cien mil años para mÃ? En algún otro lugar, espero, nos volveremos a encontrar. Pero no es simplemente una cuestión de buena o mala voluntad, no. Es un hecho de otro tipo, permanente y fugaz como estar dormidos y soñar, como oler una flor y llorar de felicidad. Detrás de todo ese destino de otro, sé que sos, mi amor, ése que yo creo, ahora y siempre, que sos. Pero la oscuridad avanza: de un lado el incendio, el delirio, la tempestad; del otro, sobre una rama de ceibo y con la cabecita medio desprendida del tronco, un jilguero "y cómo es que permanece asÃ, tan inmóvil?" presagiando la real liberación.
4. El innombrable.
Aquella noche llovÃa torrencialmente. Los vidrios, empañados, parecÃan rotos a la luz de los faroles de la calle. Mientras me desnudaba y lo miraba en silencio, Esteban abrió de pronto la boca, como si fuera a decir alguna cosa, e inmediatamente la cerró, como si no debiera decir más nada. Antes de dormirse, o mejor dicho, mientras se dormÃa, me iba soltando -y yo no sabÃa qué hacer para impedirlo- la mano muy lentamente. Entonces tuve esta visión. Alto en el cielo brillaba el sol, más alto incluso que los edificios; sus rayos se prolongaban como furiosas lenguas de fuego por debajo de la puerta y por entre los pliegues de las cortinas; Esteban acababa de llegar de la oficina y hacÃa presión con sus manos sobre mi cabeza, me zamarreaba de un lado a otro mientras yo, a punto casi de perder el sentido: "Está bien, mi amor, tengamos ese hijo que tanto querés!". Cuando al fin logré liberarme -me sentÃa mareado, tenÃa náuseas-, empecé a correr. Medio a los tumbos avanzaba por la tortuosa oscuridad del largo pasillo de la que por aquel entonces era la casa de sus abuelos. En un momento, no lo pensé, doblé a la izquierda y seguà por esa misma dirección hasta que me topé con una puerta: tanteé el picaporte, conté hasta tres y la abrÃ. Dos pasos más allá del umbral me encontraba ya en lo que parecÃa ser una isla desierta, ni grande ni pequeña, desde la cual se podÃa divisar, muy a lo lejos, una diminuta masa de tierra. Casi desfallecà de cansancio cuando una mujer -tez blanca y cabello rojo, verde y azul- me llevó en brazos hasta la orilla de un manantial surcando la escarpada ladera de una montaña ubicada en el corazón de la isla. La mujer parecÃa querer lavarme el cerebro: "Llegamos!", me decÃa, "Pablo, llegamos!", y por alguna razón daba saltos hasta el cielo de felicidad. "Adónde llegamos?", le pregunté yo. Pero ni siquiera se le pasó por la cabeza responderme: tomó distancia y me dio vuelta la cara de una cachetada. Mi ceguera fue total; la salvaje me pedÃa a gritos un hijo. De inmediato, desde lo alto de una de las palmeras que coronaban la cima se desprendió un coco del tamaño de un camión, que al chocar contra la superficie se partió al medio -sin estrépito, como en una pelÃcula muda-, destellando los más vivos colores. "Un hijo! Un hijo!" Esteban se puso de pie sobre la cama y a una señal suya entraron dos hombres diciendo que no podÃan ser los primeros dolores, que ya habÃan pasado diez meses. "De ello puedo sacar algún provecho", dijo él entonces, y se puso a tirar mis libros y mi ropa desde el balcón. La sensación, sin embargo, era de un mayor alivio: lo peor habÃa pasado. Cuando desperté -pero eso no habÃa sido un sueño exactamente-, Esteban me llevaba en brazos caminando sobre el agua. "Un hijo, mi amor, sabés vos lo que es eso?" Pero no me querÃa escuchar. La voz de aquella mujer con facciones de pájaro y musculatura de simio orangután, inmediatamente corregirÃa el posible error: Donde dice "hijo", léase...
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