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Lunes, 24 de febrero de 2014
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Marginal

Por Dahiana Belfiori
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Tenía una obsesión con los bordes de las cosas: con el canto de las piedras, con el filo de los cuchillos, con las aristas de los muebles, con el lomo de los libros. Ahí donde algo dejaba de ser lo que era, donde terminaba, ahí se detenía su mirada. Por esa manía suya de detenerse absorta en cada orilla, cada vez fue quedándose más sola. No era raro verla con los ojos fijos y duros en los escotes de los vestidos de sus amigas, o en el límite del cuello de alguna camisa. Algo había de obsceno en ese permanecer tan quieta que generaba incomodidad. Pero a ella no le interesaban ni la piel, ni los senos, ni los cuellos. Estaba fascinada con los límites. Los buscaba pretendiendo desarmarlos. ¿Cuántas veces había pasado el dedo índice por el cuchillo más afilado de la casa? ¿Cuántas había caminado por la fina línea entre baldosa y baldosa, haciendo el trabajo de una equilibrista? Quizás porque no quería caer en la comodidad del sexo y de las cosas, andar en las fronteras se había tornado su especialidad.

Andando por los límites supo de los amores. Ella prefería decir que los desconocía: amor y su encarnadura le eran tan ajenos como la materialidad de su cuerpo. Le bastaba sólo un beso para confirmar su ignorancia: ¿qué es un beso sino la forma de dos límites chocándose y multiplicándose hasta el infinito mismo de la saliva? ¿No son acaso los besos las asíntotas perfectas del amor? Curvas que aún acercándose a un eje, nunca lo tocan; que no saben y jamás sabrán cuál es su naturaleza. No existe naturaleza para el amor. Y si acaso se suspendía entre el eje y la curva en la caída de un beso, sólo era para insistir en su obsesión de borde, de frontera, de fuga hacia el vacío de las formas y las definiciones. Después de todo cada límite ofrece un lugar para habitar, como cada beso abisma a la libertad de una lengua inexplorada.

Sin embargo está sola. Se estira sobre la cama en la que duerme la siesta en esta tarde de septiembre que todavía no quiere despedir al invierno. Echando los brazos hacia atrás se despereza, llevándolos lejos, tan lejos como el sueño que acaba de dejar inconcluso en un precipicio por el que se disponía a saltar. En el sueño ella tenía alas. Ahora sus brazos sostienen el peso del aire alrededor de su cabeza. El aire no tiene la levedad del sueño, se aprieta contra su cara, astillando los ojos. Los brazos caen sin remedio. Las palmas de las manos presionan sobre el respaldar de la cama. Todo su cuerpo hace un arco hacia arriba. Observa su cuerpo como a un extranjero y se queda en el borde del vientre que asoma entre el piyama interrumpiendo el recorrido de la mirada. Los vientres tienen borde, como todo en este mundo, piensa. Un borde que late, que deforma la tela que toca y que da forma a su cintura en una redondez inacabada, imperfecta. En el lado izquierdo, justo encima del elástico que separa el pantalón de la piel, hay un lunar. ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿Era reciente? Es un lunar imponente, se dice. Imponente por su insignificancia. Lo toca. Los dedos índice y medio descubren una pequeña orografía irregular. Bordes sobre bordes, piensa y se levanta de un salto hacia la biblioteca recordando algo. Choca muebles en el camino, lastima el meñique del pie derecho con la pata de una silla y un hilo de sangre corre por debajo de la uña. Contiene el grito. No llega a destino ni a los libros que se caen por todos lados. En esa casa siempre hay un libro a punto del colapso. Pero todo está quieto. Es el silencio de su boca torcida en una mueca de dolor el que le revela la potencia de los bordes y de lo que está al caer. Allí donde existe el límite se abre un mundo de posibilidades. Entiende de súbito la importancia de la orilla de su piel en contacto con la de otra piel. Y sólo desea un par de manos que le acaricien la herida. O tal vez un par de alas que le hagan descubrir el precipicio de su sueño, como una forma de cercar el contenido de su propia soledad. O una boca, otra, para liberar el grito.

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