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Lunes, 3 de marzo de 2014
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Mañana

Por Pablo Colacrai
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Se levanta y en la cama queda, sola, despatarrada, ajena a todo, Lucía. Ayer, o mejor, hace sólo unas horas, él no hubiera resistido la tentación de retirar un poco las sábanas para verla desnuda. Pero ahora no lo hace. Se detiene, sí, a ver las curvas que se adivinan debajo de las sábanas y piensa que es hermosa, realmente hermosa. Después sale al balcón y enfrenta a la noche escondida detrás de miles y miles de ventanas apagadas. A lo lejos, por la ranura que queda entre edificio y edificio, llega a adivinarse el río oscuro y sereno. Saca un cigarrillo del atado, como si esa llama débil que ahora amenaza con apagarse, como si ese tabaco que ahora se enciende y que ahora, también, empieza a soltar un humo azul, casi trasparente, pudieran expulsar, aunque fuera por un rato, el fastidio y el cansancio que siente en esta noche sin luna. Poeta... dice en voz baja y sonríe sin querer y un poco de humo se escapa entre los dientes. Poeta, repite, justo cuando suena la bocina de un barco. Mira, casi espía, por la ranura de los edificios, esperando verlo pasar. Y pasa, al rato. Es sólo una luz amarilla o verde, o amarilla y verde, desplazándose en medio de la nada. Y después, de nuevo, siente la bocina, profunda, perentoria, como un mensaje o una burla y siente, también, el calor del cigarrillo demasiado cerca de los labios. Lo agarra, lo tira por el balcón y se asoma, displicente, casi temerario. ¿Cuánto tardará un cuerpo en llegar al suelo?, piensa no por primera vez, mientras observa caer el cigarrillo. ¿Segundos? ¿Milésimas de segundos? Un aire fresco y agradable lo obliga a cerrar un poco los ojos. No siente vértigo, sino una vaga tentación que ya conoce. Es como un helicóptero, piensa después, o casi al mismo tiempo. O como un insecto muerto, sin alas, se corrige. O como un cigarrillo arrojado desde un noveno piso, concluye. No hace falta que siempre todo sea otra cosa. A veces, un cigarrillo que cae desde un noveno piso es sólo eso: un cigarrillo que cae. Punto. Un hecho simple, concreto. Ni un signo, ni un presagio, piensa y vuelve a apoyar los pies descalzos en los fríos mosaicos del balcón. Sin embargo, existen en el mundo muchos signos que sí deben ser interpretados. Como por ejemplo los ojos de Lucía esa misma tarde, hace apenas unas horas, después de decir: así que sos poeta también. Estaban en la mesa de siempre, el grupo entero, tomando cerveza después del ensayo. No era la primera vez que él sentía que todo eso era ficticio, superficial. Que sentía que todas esas personas, muchas de ellas sus amigos, aún no se habían bajado del escenario. En realidad, no terminaban nunca de bajarse del escenario. Pero no porque sean, o quieran ser, actores. Simplemente no pueden hacer otra cosa. Es triste, pero es así. Muchas veces jugó a pensar qué pasaría si rompiera el libreto, si se parara en medio de la conversación y gritara, por ejemplo: Shakespeare es un pelotudo. Eso, nada más. Sólo Shakespeare, o Chéjov, o Ibsen es, o era, un pelotudo, y listo. Así, sin argumentos. Sin explicaciones. Una suerte de dadaísmo al revés. O no. A lo mejor es al derecho. No está seguro. Sólo sabe que le encantaría hacerlo pero nunca se animó. Prefiere quedarse callado, ausente, observando. Como si la sola existencia del proyecto le resultara todavía más poética y más fascinante que la mera exposición, que el acto puro, prosaico, irreversible. En eso pensaba, quizá todavía sonriendo un poco, cuando Lucía lo miró y le dijo, justo antes de volver a llevarse el vaso a la boca: así que sos poeta también; y entonces él llegó a ver, nítido, un brillo particular en sus ojos. Fue sólo un instante. Pero suficiente como para entender que ella había querido decir algo más, que en su frase había una sugerencia oculta, un permiso o una invitación. No se preguntó cómo lo supo. No tenía importancia. Lo sorprendió, sí, comprobar que no sentía orgullo, ni ansiedad. Apenas una feliz resignación de la que es consciente recién ahora, cuando enciende otro cigarrillo y empieza a ver algunas estrellas que logran escapar a las terrazas de los edificios. Ahora que siente el sabor amargo en la boca y siente, también, que la noche gira sobre sí misma. A pesar de todo, sin que nadie lo note, el mundo sigue moviéndose hacia allá, hacia el este, desde donde esas estrellas superan, tímidas, las moles de cemento. Puede sentirlo: es como un latido, como un susurro. Como cuando le dijo a Lucía, ya en la calle, ya medio borrachos todos, que tenía muchos poemas en su casa; si quería verlos, estaba invitada. Ella lo miró simulando sorpresa, actuando su personaje. Casi con auténtico candor representaba el papel de la chica que se sentía halagada y al mismo tiempo incómoda por una invitación algo atrevida. Los demás saludaron y se fueron, dejándolos solos. Bueno, dale, total es temprano, dijo ella mirando hacia la noche que era noche cerrada todavía, no como ahora que el horizonte empieza, poco a poco, a aclararse. El cambio es casi imperceptible, pero él lo nota. Él está atento y nota que está amaneciendo. Busca otro cigarrillo. Quedan sólo dos en el atado. Saca uno y lo golpea, mecánicamente, contra el dorso de la mano. Ahora, de nuevo, como si fuera un ritual, el fósforo en la punta del cigarrillo, y después en el aire, bajando, lentamente, más lento que las colillas, los diez pisos para llegar a la calle. Se apoya en la baranda y deja casi medio cuerpo en el vacío para ver mejor. Otra vez el vértigo y la seducción; el deseo y las preguntas. Cierra un poco los ojos y una sonrisa le tensa la cara. El fósforo sigue bajando en un planeo torpe y destartalado. Al final, el viento lo empuja y termina su vuelo en un balcón, quizá en el piso tres, o en el cuatro. Más abajo, en la calle, un grupo de chicos cantan y gritan. Es extraño: no parecen hormigas, pero tampoco personas. Cierra los ojos y los escucha alejarse. Ahora la calle debe estar vacía otra vez. Abre los ojos. Es cierto. No hay nadie. Absolutamente nadie. Se hamaca un poco más, desafiante. No siente miedo, ni nada. Es placentero no sentir miedo, ni nada, piensa. Soy inmortal, como los dioses, murmura. Suelta las manos de la baranda, abre los brazos y se inclina un poco más hacia fuera. Es como si volara con el cuerpo paralelo al suelo, paralelo al mundo. La sensación es extrema, absoluta. Ahora soy inmortal como los muertos, recita, tratando de saber de quién es el poema. Como los muertos, repite y se balancea varias veces, inmune al vacío. Después, justo antes del segundo final, justo antes de perder el equilibrio para siempre, sin decidirlo del todo, sin pensarlo, confundido, se baja de la baranda, retrocede, se sienta en el piso y apoya la espalda en la pared. El aire frío le duele en el pecho y recién entonces se da cuenta de que está agitado. Inspira profundo y mira el cielo. Desde ahí no puede percibir el cambio. Es como si la noche siguiera cerrada y perfecta. Pero él sabe que no, ya está amaneciendo. En algún lugar, de hecho, ya es de día, piensa. Y piensa, también, que Lucía, en realidad, es peor aún que una mala actriz y que le gustaría odiarla o tenerle bronca al menos. Pero no puede. Le da pena, mucha pena. Ella no cree en el papel que le tocó y, al mismo tiempo, no puede dejar de representarlo. Por eso había entrado en su casa con esa prudencia tan artificial. Por eso había aceptado, con gusto, tomar una cerveza y por eso se había dejado llevar a la cama, como si todo fuera sólo una mala escena escrita para los dos. Y seguramente fue también por eso que cuando él intentó desvestirla, Lucía le dijo, juguetona: ¿y los poemas? Él siguió besándole el cuello, como si no la hubiera escuchado. Pero ella insistió: es en serio, dijo, esquivándolo; quiero escucharte leer tus poemas. Ahora sí se detuvo. La observó y supo que era cierto. Resignado, fue hasta el escritorio y buscó la carpeta azul en la que guardaba sus textos. Volvió a la cama. Se recostó y ella le apoyó la cabeza en el pecho. Entonces, sin ganas, leyó un poema. De los más viejos, de los primeros. Le pareció espantoso. Leyó otro, rápido. Fue peor. Después otro, y otro, y a cada nuevo poema se sentía un poco más ínfimo, más despreciable. Nunca había advertido que fueran tan torpes. Nunca, hasta ese momento, se había visto como un ser tan arrogante, tan vulgar. Sintió una vergüenza espantosa, la más pura vergüenza; no ante Lucía, Lucía ya había dejado de importar; tampoco ante la literatura, si tal cosa existiera; sino ante él mismo, ante todo lo que consideraba propio y auténtico. Lucía, sin darse cuenta de nada, a cada nuevo poema bajaba un poco más por su pecho y besaba, dulce y lasciva, cada centímetro de piel con los labios y con la lengua. Mientras él, indiferente, seguía leyendo como un autómata y dejaba caer las hojas al costado de la cama, como si fueran una valla, un obstáculo que debía sortear. Y ella besaba su ombligo y después le desabrochaba el cinturón y un nuevo poema y ya estaba en calzoncillos y la boca de Lucía en la ingle y de repente, gracias a Dios, ya no había más poemas y por fin pudo apropiarse del cuerpo hermoso y dispuesto de Lucía. Lo peor vino después, cuando se despertó en medio de la noche sintiendo más fuerte, más penetrante que nunca la certeza del fracaso y salió al balcón decidido a terminar con tanta mediocridad. Eso fue hace apenas un rato, piensa ahora que el horizonte ya se aclaró lo suficiente como para que él, desde donde está sentado, pueda notarlo. Cómo puede ser? Saca el último cigarrillo. Si fue hace apenas un rato, cómo puede ser que también eso, ahora, le resulte ajeno? Abolla el paquete. Está a punto de tirarlo para que siga el mismo recorrido de tantos fósforos y de tantas colillas. A último momento se arrepiente y lo deja caer a sus pies. Raspa un fósforo y prende el cigarrillo. El cielo todavía no es azul, es cierto. Pero ya no es negro. Todavía pueden verse algunas estrellas. Sonríe. Hasta ayer hubiera pensado, y quizá escrito, que esas estrellas se obstinaban y eso significaría algo más que sólo unas estrellas que se obstinan. Tendría un sentido misterioso, profundo, universal. Ahora no. Ahora ya no importa. El primer rayo de sol ilumina la terraza de los edificios. Ya casi es mañana, piensa y se levanta. Un aire húmedo le recorre la cara. Se saca el cigarrillo de la boca y observa cómo se consume con la única ayuda del viento. Ya es mañana, se corrige mientras ve cómo el humo se desarma un instante después de aparecer. Al final, cuando queda sólo el filtro, lo suelta y se asoma al balcón por última vez, con algo de nostalgia. La colilla cae lenta, como las anteriores. O más lenta aún. No puede estar seguro. No tiene importancia piensa y se da vuelta, despacio, cansado, dejando la ciudad, el horizonte y el día a sus espaldas. Ya es mañana, repite. Después entra a su habitación con cuidado, como si ya no fuera suya, y se acuesta, sigiloso, al lado de Lucía que murmura algo, se acomoda y sigue durmiendo.

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