El olor intenso no dejaba lugar a dudas: Algo se quemaba cerca. Empezó a sentir cómo se le aceleraba el pulso y de pronto tuvo dificultades para respirar. En el mismo momento en que vio con pavor que un humo blanquecino se colaba por debajo de la puerta en la pequeña habitación donde estaba encerrado, se despertó. Su corazón palpitaba con fuerza dentro del pecho. Estaba acostado boca arriba y su cuerpo, mojado de sudor. En el techo, las alas de un ventilador giraban lenta y sistemáticamente. La luz que entraba por la ventana indicaba que era de dÃa, de tarde. Pero ésa no era su casa ni su cama. Miró hacia la ventana y descubrió a SofÃa sentada en canastitas a su lado, fumando. La sábana le cubrÃa las piernas y la cintura y le dejaba el torso desnudo al descubierto. El pelo caÃa largo, lacio y rubio y le tapaba buena parte de la espalda y del perfil. TenÃa los ojos fijos en el frente y miraba como sin ver mientras se llevaba el cigarrillo a la boca de manera automática. La conocÃa hacÃa tanto tiempo y no recordaba haberla visto fumar. Tampoco creÃa haber percibido nunca un dejo a tabaco al saludarla. Sà recordaba, en cambio, la fragancia a fruta madura que parecÃa salir de su pelo o de la zona detrás de la oreja, más precisamente de ese lugar del cuerpo donde la piel del hombro se encuentra con la piel del cuello, formando una especie de cuenco. Si hubiera tenido que identificarla con un olor, hubiera sido ése, casi desde el principio. Pero nunca la habÃa asociado con el aroma del cigarrillo que ahora llenaba la habitación y lo habÃa despertado.
Sin saber muy bien por qué, pero sin poder evitarlo, rozó con sus dedos la rodilla de ella, que se escapaba por debajo de la sábana. SofÃa lo miró de pronto, como venida de muy lejos, e intentó una sonrisa que fue más bien una mueca. Le dio una nueva chupada al cigarrillo y dejó que el humo saliera despacio, formando en el aire una lÃnea fina que se iba desdibujando en la distancia.
"No sabÃa que fumabas", murmuró con voz ronca y un poco torpe.
Ella se encogió de hombros y sin mirarlo, respondió: "Ocasiones extraordinarias". Y en seguida aclaró: "No necesariamente buenas. Fuera de lo común, nada más".
El sonrió en silencio. VolvÃa a reconocerla. El sarcasmo en tono exponencialmente anodino era su marca registrada, eso mismo que lo habÃa hecho observarla a la distancia y en silencio durante mucho tiempo, hasta que habÃa sido ella quien se habÃa acercado con alguna excusa que ya no recordaba. De a poco fueron descubriendo gustos e intereses comunes, compartiendo historias y confidencias, y finalmente se volvieron amigos.
Ella regresó a su mutismo, la vista en el frente, el gesto automático de llevarse el cigarrillo a la boca. Él le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja para poder mirar mejor su perfil y la besó en el hombro. Era la primera vez que la veÃa desnuda. HabÃa imaginado su cuerpo muchas veces, en la época en que la miraba de lejos y también en los primeros tiempos, cuando empezaron a acercarse sin saber muy bien en qué terminarÃan. Pero hacÃa años que no fantaseaba con su cuerpo. Y de pronto se encontraba allÃ, metido en su cama, con ella a su lado, desnuda, desnudo también él, sin saber qué hacer ni qué decir ni qué sentir.
Todo habÃa sucedido rápidamente. HabÃan almorzado juntos después del trabajo. Ella estaba como ansiosa, hablaba atropelladamente y eso era raro en ella. Cuando un chiquito se acercó a pedirles una moneda, le habÃa contestado con intolerancia. Él la habÃa reprendido con la mirada y habÃa llamado al niño para que volviera a acercarse. "VenÃ, petiso. Llevate esto", habÃa dicho extendiéndole la bolsita de las papas fritas, todavÃa tibias. El chiquito se habÃa acercado temeroso y triunfante a la vez, le habÃa arrebatado casi de la mano las papas y, antes de desaparecer corriendo por la peatonal, la habÃa mirado y con sorna le habÃa sacado la lengua. Ella abrió la boca para quejarse y, en el medio del gesto indignado, la voz se le cortó en la garganta. En lugar de sonido, su cuerpo despidió lágrimas. Él, sorprendido, le tomó la mano que descansaba sobre la mesa y la miró interrogándola. Ella se zafó de la caricia enseguida, se secó la cara y, esquivando su mirada, sonrió mientras murmuraba: "No me hagas caso. No pasa nada. Se ve que hoy estoy sensible". No volvieron a hablar del tema. Terminaron de almorzar mientras comentaban cuestiones banales. Pero algo en el aire se habÃa espesado y la conversación ya no fluÃa. Luego, habÃan caminado en silencio hasta la casa de ella y cuando en la puerta del edificio se habÃan detenido para despedirse, en lugar del beso en la mejilla con el que siempre se saludaban, se fundieron en un abrazo seguido de un beso en la boca. "Querés subir?", dijo ella mirándolo a los ojos. Era una pregunta retórica: ya estaban entrando en el edificio. Después, no habÃan dicho nada más hasta que él hizo el comentario sobre el cigarrillo.
El teléfono celular sonando entre las ropas que se habÃan sacado atolondradamente lo sobresaltó. Se levantó apurado, revolvió en la maraña de prendas que estaban al pie de la cama hasta encontrar su jean y, en él, su teléfono. Lo atendió sin mirar quién llamaba. La voz cariñosa de Muriel del otro lado de la lÃnea lo hizo sentir culpable inmediatamente. Habló en voz baja, de espaldas a la cama y a SofÃa. Balbuceó alguna excusa que le pareció más o menos creÃble para justificar su tardanza, respondió que sÃ, que llevarÃa el álbum de figuritas que habÃa prometido a su hijo y afirmó con vehemencia que demorarÃa un rato más en regresar a su casa. Al volver a la cama, percibió el sarcasmo en el rostro de ella. Ya habÃa terminado el cigarrillo pero aún quedaba en el aire el sabor a tabaco, el mismo que encontró en la boca de SofÃa, cuando intentó borrarle el gesto de la cara con un beso. Ella se dejó besar pero no se movió. En cambio, estiró la mano para buscar y encender otro cigarrillo. Dio la primera pitada con fuerza, expulsó una gran bocanada de humo y volviendo a perder la vista en el frente, musitó: "Ya está. Ya cruzamos la lÃnea que respetamos todo este tiempo. Y ahora?".
Ahora era él quien apartaba la vista. TenÃa la cabeza gacha y se empeñaba en mirarse el ombligo mientras sentÃa por primera vez los ojos de ella sobre su nuca, aguijoneándolo. Él empezó a decir "Mirá, SofÃa...", sin mucha certeza de lo que seguirÃa pero ella lo interrumpió poniéndole su mano sobre el muslo, tocándolo por primera vez desde que se habÃa despertado: "No digas nada" dijo con inesperada ternura. "No hace falta. Somos grandes. Estas cosas pasan".
Entonces, él la abrazó y ella lo refugió en sus brazos, como acunándolo. Se quedaron largo rato asÃ: ella fumaba y con la otra mano peinaba el pelo crespo de él, mientras el suyo, largo y lacio, le rozaba los hombros. Él estaba seguro de que aunque quisieran hacer de cuenta que nada habÃa pasado, ambos sabÃan que esa tarde de principios de verano no serÃa una confidencia más, aunque fuera un secreto que nunca compartieran con nadie, aunque nunca más volvieran a mencionarlo, siquiera.
Cuando la luz fue volviéndose más tenue en la ventana, él se desprendió del abrazo y empezó a vestirse en silencio. Ella seguÃa sentada en canastitas en la cama, fumando un cigarrillo, uno más.
"Me voy" dijo él, ya vestido.
Ella lo miró con sus enormes ojos claros y él pensó que esa tarde estaba más hermosa que nunca, tanto que le dolÃa. SofÃa sonrió en silencio y levantó la mano que tenÃa libre, mostrando su palma a modo de saludo. TenÃa los ojos llenos de lágrimas, como en el bar, al mediodÃa. Él quiso decirle algo, quiso acercarse, volver a tocarla, volver a sentir ese olor a fruta madura en el cuenco que se forma entre el cuello y el hombro. Pero no pudo. No querÃa volver a oler esa fragancia contaminada con el olor del tabaco.
"Nos vemos, dale?" susurró, entonces.
"Dale" respondió ella, indiferente.
Cuando cerró la puerta detrás de sÃ, supo que cada vez que la viera o que pensara en SofÃa, el aroma a fruta madura tendrÃa una reminiscencia agria a tabaco. Ya en la vereda, respiró profundo mientras buscaba con la vista un kiosco donde comprar el álbum de figuritas que su hijo estaba esperando. Encontró uno en la cuadra siguiente. Volvió a llenarse los pulmones del aire fresco del atardecer, caminó hasta a la esquina y cruzó la calle.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.