Porque hay gente, me dirá después la chica de ojos pardos, mientras emprendemos la vuelta y yo sigo abstraÃdo en mis pensamientos porque ese encuentro con Omar me puso ante un anhelo recurrente para despojarlo de todo romanticismo, hay gente que piensa siempre, indefectiblemente, que la vida está en otra parte. Y de eso no hay cómo escaparse nunca. Lo dirá, quizás, con cierto temor inconfesable. Yo entonces miraré por la ventanilla apenas un instante, un brevÃsimo instante que sin embargo bastará para que el aire del auto se haga más denso, y entonces le diré lo de la simultaneidad de yoes, y el espejo de Andersen, y lo del infierno de Calvino. Y los dos sonreiremos como quien espanta fantasmas.
Fue un tiempito dÃas atrás, durante una escapada que hicimos juntos a Córdoba. Después de algunos compromisos en la ciudad partimos hacia Villa General Belgrano. Cuando vimos el cartel de una cervecerÃa artesanal decidimos parar por un sándwich de jamón crudo y una cerveza bien frÃa. Era una casa cobijada por pinos a la que accedimos por un camino de tierra. En la entrada habÃa una galerÃa abierta con una solitaria mesa de madera con sillas de plástico y un muñeco barbado de tamaño real vestido con pantalones verdes, tiradores y un sombrero suizo. En el interior, estanterÃas con frascos de dulces caseros y productos ahumados, botellas de licor artesanal de diferentes colores, un par de mesas de madera con vajilla de cerámica para el té y una variada gama de adornos que iban desde las pipas de madera y los sombreros de época a pequeños muñecos con tÃpicos trajecitos suizos. La luz del sol que se filtraba a través de las cortinas anudadas y una voz dulce y quebrada cantando en francés le daban al lugar una particular calidez.
Omar no tardó en aparecer: estaba al fondo, haciendo dulce de arándanos. De antepasados suizos, nació en Chile y habÃa vivido allá hasta los 14 años para después mudarse a Buenos Aires. A fines de los 80 y recién casado, se trasladó a Córdoba. Después de la debacle del 2001, nos dijo en algún momento, sufrió una crisis emocional. Por entonces dejó su trabajo en una empresa multinacional -el mismo que lo habÃa llevado a la zona- y empezó a vivir haciendo lo que de verdad le gustaba y que hasta entonces no habÃa sido más que un hobby. Lo dijo abriendo los brazos, como si quisiera abarcar en el gesto todo lo que veÃamos a nuestro alrededor. Lo dijo mientras nos hacÃa degustar sus productos de elaboración artesanal: dulce de leche con avellanas y chocolate, el dulce de arándanos recién sacado, mostaza de Dijon, pasta de aceitunas con roquefort y algunos licores. La chica de ojos pardos probó el licor de dulce de leche; yo tomé algo verdoso llamado "Muerte rusa" y elaborado con vodka y pimienta verde. Lo tomé siguiendo el consejo de su elaborador: de un saque, sin retenerlo en la boca, para que la pimienta no me durmiera la lengua.
Nos sentamos afuera, a comer un sándwich de jamón crudo en pan casero y a beber una cerveza roja bien helada. Omar no tardo en sentarse con nosotros. Hablamos de la tranquilidad del lugar, de los cambios en la zona, de la alemana con la que sale desde hace tiempo -se habÃa divorciado de la mujer con la que llegó a Córdoba después de casi veinte años y dos hijos- y de la época en que elaboraba absenta. Entre los dos fuimos armando una lista de célebres bebedores de absenta: Wilde, Gauguin, Hemingway, Degas, Pessoa, Rimbaud, Van Gogh. Van Gogh se habÃa emborrachado con absenta cuando se cortó la oreja como ofrenda, me dijo. Omar es un confeso admirador y pinta cuadros de Van Gogh en sus ratos libres. Adentro, junto a la mesa de té, cuelga una imitación de alguno de los cuadros de la serie "Los girasoles" pintada por él, quizás bajo los efectos de un poco de absenta que todavÃa tenga escondida en algún lugar.
Yo estaba fascinado. Tengo una manifiesta debilidad por la gente que deja sus trabajos y la vida en la ciudad para irse a vivir otras vidas diferentes en lugares con montañas o con mar. También me gustan, claro, lugares como ParÃs, Londres, Praga, BerlÃn o Nueva York. Me gustarÃa, incluso, instalarme una temporada en cualquiera de esos lugares, vivir un tiempo, absorber la energÃa que irradian siempre las grandes ciudades. Pero los lugares que realmente me desvelan, los que me cortan la respiración, suelen ser los que están aislados de la vorágine urbana y más cerca de la naturaleza. Son los espejos de un sueño escurridizo pero tenaz. Entiéndase bien: no hablo de huir de todo y de todos y darle la espalda a la sociedad, como una especie de émulo tardÃo de Christopher McCandless -el joven que se fue a morir a la tundra de Alaska y cuyo caso conocimos bien gracias a la pelÃcula Into the wild- o de su precursor Everett Ruess, que se internó en el desierto de Utah para no volver nunca más. Hablo de algo mucho más prosaico, si se quiere. La promesa de un mundo más pacÃfico, moroso, sencillo, en el que refugiarse sin perder contacto y, tal vez, encontrarse a uno mismo como nunca antes. O acaso volver a reconocerse, o por qué no reconciliarse. Pero a no más de media hora en auto de una ciudad. Y en lo posible con internet.
Omar, haciendo dulces y licores en una casa de las sierras, copiando trazos de Van Gogh a la sombra de un pino, era uno de los que habÃa logrado aceptar las renuncias indispensables, uno de los que habÃa tenido el coraje que a mà siempre me habrá de faltar. Omar encarnaba, de algún modo, parte de mi sueño. Y entonces dijo lo de las pastillas.
No sé cómo lo dijo, a cuento de qué lo dijo: la chica de ojos pardos tiene la virtud -o la maldición- de que la gente confiese esas cosas al cabo de veinte minutos de conversación. Alplax por las noches -su componente activo principal es el alprazolam, y se usa sobre todo para tratar estados de ansiedad y crisis de angustia- y un estabilizador de ánimo dos veces al dÃa. Con incomprensible ingenuidad, yo habÃa supuesto que todos los problemas que lo agobiaban y que explotaron en el 2001 habÃan desaparecido cuando se dedicó a hacer cervezas, dulces y licores y se refugió en la paz entre los pinos de un paisaje de montaña. De algún modo ingenuo yo habÃa supuesto que esa angustia existencial que cada uno ahoga como puede también quedaba atrás, en esa otra vida a la que Omar habÃa renunciado.
Nos fuimos un rato después, yo todavÃa confuso, desconcertado, el sueño vital lacerado por ciertas correcciones inesperadas de la realidad. Ahà fue cuando la chica de ojos pardos me dijo, acaso con temor inconfesado, acaso con miedo de estar hablando de mÃ, que hay gente que piensa, siempre, que la vida está en otra parte. Y yo miré por la ventanilla apenas un instante, un brevÃsimo instante que sin embargo bastó para que el aire del auto se hiciera más denso. La angustia no es que la vida esté en otra parte, le dije, la angustia es la imposible simultaneidad de todas esas vidas mientras coexisten, en algún lugar adentro de uno, todos los yoes posibles de esas vidas que no serán. La familia, los hijos, el amor, un trabajo, una carrera: todas las elecciones implican, a su vez, múltiples renuncias. Pero no siempre matamos del todo a ese otro que pudimos ser, siempre quedan esquirlas en un rincón. Es como el trozo del espejo de "La reina de las nieves", insistÃ, ese cuento de Andersen en el que el diablo habÃa hecho un espejo que deformaba todo lo bueno y bello y lo disminuÃa mientras amplificaba todo lo malo, hasta que un dÃa se rompió en mil millones de pedazos que se desperdigaron por el mundo ensombreciendo el corazón de aquellos que habÃan sido alcanzados por uno de sus fragmentos. Las esquirlas de los yoes posibles son nuestros fragmentos del espejo de Andersen.
Ella desvió un momento la vista de la ruta. Qué concepto más interesante, me dijo con ironÃa, o a lo mejor con cierto recelo. Y cómo hacemos, entonces, me querés decir. Tendré que darte espacio, le contesté.
No me entendió. Entonces traté de decirle que hay gente y cosas que uno hace que lo recomponen, lo sanan, lo reconstruyen: unifican todos sus yoes posibles en uno que no pueda ser de ningún otro modo. Me pasa, le dije, cuando estoy con mis hijos, con mi familia, con vos, o cuando hago esas cosas que nunca podrÃa dejar de hacer. Le dije que a lo mejor con esos momentos de integridad se construye la felicidad. Como en el infierno de los vivos de Calvino. El secreto a lo mejor consiste en descubrir quién o qué no es infierno en medio del infierno. Quién o qué recompone tus pedazos sueltos y te hace uno solo una vez más.
Y hacerlo durar. Y darle espacio.
No sé si me entendió del todo. Pero los dos sonreÃmos, como espantando fantasmas, mientras las copas de los pinos se perdÃan en un recodo del camino.
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