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Miércoles, 19 de marzo de 2014
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El sendero del medio

Por Víctor Maini
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Con mi cerebro carente de revoque fino, mi corazón sin tatuar y el alma más pesada que mi cuerpo, cruzaba la plaza Buratovich dos veces por semana para concurrir a catequesis. Por mucho tiempo pensé que dicho espacio era propiedad de los curas, como un patio anterior necesario para descargar energía antes de ingresar al templo. Lugar silencioso, donde uno parecía adquirir el oído del perro, con ruidos amplificados. Entre adultos que hablaban siempre en voz baja, aprendí el lenguaje de los gestos y el arte de disimular risas y gritos. A la salida, las hamacas, el tobogán y la calesita eran ansiolíticos necesarios. Siempre en el mismo banco, a veces acostado, otras sentado y en ocasiones recitando parado sobre la madera, el loco Emilio formaba parte del paisaje. La burla disfrazaba nuestra debilidad y nuestros miedos. Rodearlo como indios, copiar sus gestos como mimos y arrojarle avioncitos de papel formaban parte de nuestros juegos. Nunca se enojó con nosotros, creo que nos esperaba. De tanto en tanto le gustaba asustar a la gente. Torcía su boca, arrastraba su pierna derecha endurecida y con su brazo encogido sobre su pecho gritaba cosas que nadie entendía. Las pibas de la escuela San Miguel cruzaban de vereda y apuraban el paso. De oficio poeta, sólo pedía papel y lápiz a los vecinos. Una vez, tocado por mi culpa, le regalé un block de hojas Rivadavia. Al otro día me dio las gracias con una hoja doblada en cuatro partes. Al abrirla pude leer "Mi sueño no entiende/ la luna no sabe/ el río no para/ tu amor en mi sangre". Desde ese día para mí fue otra persona. Me quedaba apartado de las bromas que le hacían mis amigos. Lo empecé a saludar con admiración. Una mañana lo vi en la puerta del supermercado "La Porteña" entregando papeles a los clientes que decían "Aquí podrá comprar de todo, menos felicidad". Un "cuartito azul" de la comisaría sexta lo retiró del lugar, aunque dudo que haya sido la única vez que se lo llevaron por decir la verdad. Cuando no había que viajar a Gualeguaychú o a Río de Janeiro para vivir el espíritu del carnaval, sino que bastaba con asistir a los corsos de Boulevard Oroño, Emilio hacía reír a la gente integrando murgas en donde hacía el mismo paso con el que tanto asustaba en la vida real. Un ocho de diciembre me disfrazaron de adulto, con la diferencia de un gran moño blanco en mi brazo izquierdo. Al terminar la ceremonia me escapé de las fotos, y crucé la calle corriendo para tomar mi otra comunión. Desperté a mi amigo y le regalé una estampita. Se emocionó hasta las lágrimas, se limpió las manos en su pantalón antes de tomarla. Me dijo que no podía quedársela porque no tenía plata para darme. Lo amenacé con ofenderme si me despreciaba el regalo. Me dio un beso como otro sacramento. Desde aquel día siento que voy abriéndome camino a pulmón, a veces ancho, otras un atajo, por momentos cuesta arriba, pero siempre por el medio de estos extremos que se terminan tocando. Un sendero que limita con la fe por un lado, que entre castigos y recompensas, miedos y conveniencias me ofrece la puerta del cielo como paso obligado a la vida eterna con el fin de disminuir mi angustia ocasionada por el miedo a la muerte y por el otro, a Emilio, portero de una tranquera gigante, acceso al interminable campo de la locura.

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