En aquel alto tiempo donde todo y nada sucedÃa, es decir, lo primero eran los sueños y lo segundo la lisa realidad, la que no tenÃa fisuras, pero era propicia a la contemplación y a las primeras lecturas.
En el lugar que hoy ocupa el orgulloso Ibirá Pitá habÃa tres plantas de granada, en un rincón del terreno que da la calle, entonces de gramilla polvorienta. Debajo de esas plantas crecÃa un césped que lucÃa descuidado, y unos ligustros tupidos hacia el terreno vecino, el de la quinta de frutales tentadores de don Clemente Gerlo.
Allà en ese refugio óptimo para mi atribulada adolescencia, comenzó mi avidez por la lectura.
En realidad, como alguna vez lo conversé con el entrañable, inolvidable Negro Fontanarrosa, yo, él y muchos otros, nuestra generación tal vez, accedimos al libro porque primeros fuimos lectores voraces de revistas de historietas. Nada más natural, creo, que el paso al libro y su maravilloso mundo de fantasÃa, que signó mi vida para siempre empezó entonces. Varios de mis amigos de entonces compartÃan esa pasión.
Inútil que busque las razones por las cuales este dulce hábito, este pacÃfico acto, el de leer, "que siempre es más civilizado que escribir", dicho por Borges no sin razón, ya que en mi casa habÃa apenas dos libros: Un MartÃn Fierro, sin tapas, de edición humilde y que hoy presupongo de quiosco, de papel muy ordinario, una edición con toda seguridad muy popular y un libro de Amado Nervo, se trataba de la Amada inmóvil, que fue por otro lado mi entrada a la poesÃa, pero esa es otra historia.
Saliendo de la primaria, en su pequeña y modesta biblioteca comencé a sacar allà algunos libros. Entre ellos Don Segundo Sombra, en edición de Austral.
Hace poco estuve en esa escuela presentando un libro y pedà pasar a la biblioteca que yo suponÃa oval, al menos asà me lo dictaba mi engañosa memoria, pero tiene forma de rectángulo. La desilusión llegó, hay allà un par de computadoras y cuando pregunté por los libros, me dijeron que "estaban en la primaria". Olvidé decir que en la que fue mi escuela primaria hay un JardÃn de Infantes, ya que las dos primarias se fusionaron hace mucho. De todos modos me entristeció.
Pero volviendo a aquel tiempo remoto paso a relatar que leà todos los libros de esa primera biblioteca, que, creo recordar, se llamaba Sarmiento y hasta dice la leyenda que su primera directora habÃa sido alumna del sanjuanino y que quiso bautizar la escuela con su nombre, pero fracasó y se contentó con honrar al maestro nominando asà a esa pequeña biblioteca.
Cuando habÃa leÃdo los no muy numerosos volúmenes --muchos incluso de la Biblioteca de La Nación, con sus clásicos- el paso lógico era "La biblioteca", como se conoce a la Manuel Belgrano, que una comisión del Huracán Foot Ball Club tuvo el buen tino de fundar en 1940.
Ingresé un atardecer a esa biblioteca, que hoy es un sÃmbolo querido de mi vida, que fue el acicate que me dio el empujón que necesitaba para partir y comenzar estudios que no tenÃa.
Comprendo que no serÃa quien soy si no hubiese existido esa biblioteca y a mà un dÃa no se me hubiera ocurrido trasponer esa puerta. No digo que hubiera sido mejor o peor, digo que yo tal vez me habrÃa conformado con esa vida de costumbres apacibles, de humores ácidos y de chismes ligeros. Tuve que canjear todos los crepúsculos, todos los matices que con su luz va alumbrando y yendo hacia la muerte y tuve que dejar el vuelo libre de los pájaros, el batir de las alas de las garzas y las cigüeñas y volver luego a tratar de asirlas con la letra.
Ese dÃa entré, y charlé un rato con la bibliotecaria, la dulce Doña Julia, inefable hada protectora de aquellos años llenos de incertidumbre, pero también de un deseo entrañable que pujaba potente y temerario y pedÃa pista para cumplir todos los sueños.
¿Ella fue dándome aquello que suponÃa eran libros para mÃ? ¿O acaso me sugerÃa los que ella habÃa disfrutado leyendo? Nunca lo supe.
Doña Julia GarcÃa, de familia de músicos porteños, habÃa sido traÃda por un bohemio conocido como el Flaco Naly, quien pronto la abandonó. Y ella se quedó en el pueblo. Nunca me habló mal de él. Tal vez lo amaba mucho, tal vez lo habrÃa perdonado.
Pronto me vinculé con mi amigo, el maestro Alfredo Ghiselli, nuevo en el pueblo que pasó a mis manos trémulas los libros de Neruda.
Pero el lugar donde me puse al tanto de la gran literatura contemporánea fue en la LibrerÃa Aries, siendo su empleado.
AllÃ, el poeta Rubén Sevlever, silenciosamente, ponÃa en mis manos esos libros que estallaron como fogonazos de estupor, de gozo y por qué no, de cierta sensación de inmensa libertad: Lo hacÃa con su estilo silencioso, pero era un maestro verdadero, como no queriendo enterarse de que enseñaba.
Después vino la Facultad que también trajo sus lecturas. Pero lo iniciático en mà habÃa comenzado mucho antes. Cuando yo me subÃa a alguna de esas plantas de granada con un libro en la mano y no escuchaba el grito estentóreo de los teros por el aire o la música y el bullicio de los pájaros.
Yo, evidentemente sólo tenÃa oÃdo para la música maravillosa que me traÃan los libros con la promesa de hermosÃsimas islas perdidas como en el poema de Raúl González Tuñon.
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