"Mi padre --que aún era joven y alcanzaba las naranjas más altas y encendÃa por su nombre a las estrellas- cuando quedaba mirando el horizonte que, entonces, era una palabra muy larga y muy lejos, y tal vez por eso no la pronunciaba nunca, y decÃa 'el poniente' o 'los celajes'". Esto lo escribió Juan Manuel Alfaro, poeta entrerriano y amigo.
Nosotros en aquel tiempo tan alto ni conocÃamos la palabra crepúsculo.
Tal vez en la escuela la hayamos oÃdo alguna vez, pero no tengo registro. A decir verdad, no lo recuerdo. Los mayores decÃan simplemente "caÃda del sol" y algún otro, tal vez un poco letrado, "el poniente".
El significado lo supe mucho después y el sentido es decir, sus implicancias en nuestro ánimo, al menos en el mÃo.
Pero yo era testigo a diario de ese maravilloso suceso de la naturaleza.
Cuando todos los atardeceres venÃa con mis padres en algún sulky, prestado de la chacra de Domingo Clérici hacia el pueblo, por el antiguo camino real a Beravebú, paralelo a la vÃa del tren, esa inmensa bola de fuego se iba arrastrando, incendiando los pastos, los juncos de los cañadones, formando dos hilos de sangre en las vÃas del tren, pintando levemente las alas de las garzas y las gaviotas, dando una luz reverberante y extraña. El pico de los zorzales y los cardenales, al biguá tirándose con su insistencia sobre los caracoles. También iluminando los bicheritos que paseaban sobre el lomo estático de los toros. Tiñendo la trompa de los terneritos que saltaban hacia la luz de ese sol moribundo.
Todos los atardeceres hacÃamos el mismo camino, luego de la dura tarea de recoger maÃz a mano (la juntada, le decÃan), por lo tanto Ãbamos en sentido contrario al sol. El iba a la muerte y nosotros hacia el pueblo. Un dÃa pregunté a mi padre por qué sucedÃa este fenómeno, como si le diéramos la contra al sol, como si no se pudiera ir por otro camino donde aconteciera algo distinto.
-Porque el sol siempre cae para el mismo lado. Baja hacia el poniente, por más que a vos no te guste.
--Y por qué "poniente", por qué no otro nombre.
-Porque el sol se pone hacia allá dijo mi padre haciendo un ademán amplio, que abarcaba las vÃas, los árboles, los pastos, y el sol bajo y rodador. En su mano sostenÃa el látigo y no sé si molesto por mis preguntas o apurado para que no nos tomara la noche en viaje todavÃa, pegó un latigazo fuerte en el anca del moro, orgullo de don Manolo Gómez, dueño propiamente de tal matungo trotador.
Pronto llegamos al primer paso a nivel, muy alto, frente al matadero viejo donde el chino Bruno vivÃa con su mujer, en una casi tapera, como custodiando dichas pasadas. Apenas cruzara y estaba la casa de Luis Ortali, con sus altos ligustros que escondÃan una casa tipo chorizo, muy común en esa época en los pueblos y en el campo, con su amplio patio de tierra y sus tres higueras silenciosas.
Como mi madre era amiga de doña Albina, la esposa de Luis, no era raro que alguna tarde me llevara de acompañante para compartir esos mates dulces con una pizca de cáscara de naranja. Esto fue cuando yo era muy chico, porque al crecer me quedaba en las tenidas plenas de fútbol, soles altos y fruta robada y compartida en la cortada de Pichichello, sentados en rueda, bajo aquellos paraÃsos añosos que nunca más podré recuperar. Y al anochecer, antes del coscorrón seguro como un remache, volvÃamos a nuestras casas.
Es muy probable que la observación de esa bola de fuego que se arrastraba, solo yo la viera, fascinado, en esos viajes de regreso del campo. Porque la ocasión era óptima: mis padres en silencio o cambiando algunas palabras, cansados, tal vez un poco hambrientos, las ruedas del sulky golpeando sobre el camino duro de tierra, los ejes que rechinaban, el aire que se iba enfriando cada metro un poco más, el golpe de los cascos sin herrar sobre ese mismo camino, el chicotazo del látigo de mi padre sobre el anca sufriente del mancarrón. Todo eso fuera tal vez un aliciente para que yo me pusiera como en éxtasis y mirara todo eso, y la muerte del sol que tardÃamente me enteré que se llamaba crepúsculo.
Pero cuando estaba con mis amigos, pese a que desde ese lugar también lo verÃamos, la indiferencia era para todo lo que no fueran nuestros juegos.
Y si volvemos a esos largos minutos de ese viaje de la chacra cercana al pueblo, que ya lo escribà en otra parte, era una especie de paraÃso perdido, tal vez esa felicidad que fue casual pero bella y auténtica como el canto inaugural de las chicharras en pleno verano, acompañando el zurear gangoso de las buchonas y el traqueteo de mi madre entre tomatales y pimientos olorosos.
Ese viaje donde muchas veces se nos cruzaban los cuises y los hurones. Ese crepúsculo que cantó Baldomero Fernández Moreno para siempre: WEl cielo azul/ con una nube blanca./ El cielo azul/ con una nube rosa./El cielo azul/ con una nube de oro/ y un pajarito negro".
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