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Lunes, 9 de junio de 2014
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Piel de camisa

Por Víctor Maini
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Tal vez sus padres fueron amantes de la pintura, o probablemente hayan elegido un mote cada uno, o acaso cargaba con el nombre de algún familiar muerto, lo cierto es que Miguel Angel dejó de serlo el mismo día en que alguien, desde el fondo mismo del anonimato, dibujara en su frente el apodo de sonámbulo. Sus ojos entrecerrados, su mirar ausente, hacían pensar que vivía en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño. Con su impecable uniforme de chofer de larga distancia pasaba sus diez horas diarias de trabajo sentado no delante de un volante, sino de toallas, jabones y papel higiénico en el baño de la Terminal de Omnibus. Se hablaba de su pasado como colectivero, de una novia que estudiaba humanidades, oriunda de Pergamino, de un accidente, de varios heridos, de un solo cadáver. En la estación existen tantas historias como pasajeros. Las respeto y admiro como parte de la cultura popular. Usadas por taxistas, maleteros y vendedores con el fin de entablar una conversación y ganarse alguna moneda. Nunca les di veracidad porque no las necesitan, sólo piden credibilidad. Cuando se atrasaba el recambio de camisas en las empresas o las prendas usadas que llegaban a sus manos no eran de su talle, él mismo compraba camisas celestes y les bordaba sobre el bolsillo izquierdo la palabra Chevallier. Parados frente al mingitorio, mirando fijo los azulejos, varios usuarios transferían sus frustraciones gritándole "Sonámbulo, cuando te vas a despertar del todo para limpiar un poco, esto es una mugre". Parecía no escuchar, hablaba lo justo y necesario, sus únicos movimientos rápidos eran los que hacía con sus manos cuando se persignaba tres veces seguidas y besaba una medallita de la virgen que llevaba prendida en una pulsera de plata. Sólo reaccionaba cuando se metían con su atuendo. "Che, Sona, vos sí que estás siempre igual eh, la misma camisa el mismo pantalón, la misma corbata...", lo atacaban. "Y a vos que te importa... para que sepas tengo cuarenta camisas como estas, ni sucias ni rotas, mirá quien habla, el que viste como le dicen...", contestaba pareciendo despabilarse. El día que enganchó el 24 a la cabeza, en la vespertina y la nocturna, se regaló un viaje a Bariloche. Fue la única vez que un servicio partió con tres choferes. Entre los que asistíamos a aquel servicio, era uno de los pocos que conocía su verdadero nombre y el único que lo usaba. Había algo que me hermanaba con él. Siempre me lo devolvió con un saludo amable y toallas limpias. A veces mi soledad me saca a pasear por el Monumento a la Bandera. Aunque nunca lo había visto fuera de su hábitat natural no dudé en reconocerlo cuando lo vi frente a la llama votiva. Vestido como siempre, con una cartera de cuero debajo de su brazo derecho y con dos paquetes de pororó en su mano izquierda, no se sorprendió al verme. Le gustaba caminar por aquí, casi tanto como ir al cine, y empezó su monólogo sin saludarme: "Caminábamos los veinticuatro escalones largos hasta llegar a la escultura de la madre patria, vigilados por el sol incaico, subíamos al mirador para disfrutar de las islas, siempre comiendo este maíz, siempre riéndonos", me dijo desde lo alto del Propileo, acompañando sus palabras con un movimiento del mentón. "Siempre decía que Belgrano era como un padre para ella, frente a la cripta del prócer nos prometimos casamiento, soñaba con conocer el Nahuel Huapi", siguió emocionado. "La virgencita nunca me concedió nada de lo que le pedí, pero sé que la última me la va a dar. Espero irme en un acto, pasar de largo durmiendo, o sufrir algún ataque en cualquier sitio. Tengo que estar preparado siempre. Las camisas originales, las que llevan las caricias de Beatriz, las uso de pijama. Tiene que seguir todo igual, ese es el sueño en que vivo, mi vida real es la pesadilla, deambulo entre esos dos mundos, vos me entendés, verdad?".

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