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Martes, 17 de junio de 2014
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Día

Por Mariana Miranda
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En la duermevela del día anterior había sabido, como siempre, que ése iba a ser un día difícil. Desde la niebla cerrada y endemoniada de las primeras horas de la madrugada que no dejaban ver, ni a dos metros, las figuras de las construcciones, menos aún los esqueletos de los árboles desnudos del otoño y los postes del alumbrado eléctrico, hasta la escarcha blanca esparcida sobre las veredas y el resto del paisaje que daba, junto a la neblina, un toque absolutamente fantasmal al amanecer del día helado y oscuro, muy oscuro.

Las tormentas de las voces aún seguían susurrándole en los oídos. Algunas más quejumbrosas que las otras, la mayoría eran gritos. Gritos desesperados de un dolor desgarrador, que salía del fondo de las entrañas de quienes eran los dueños de esas bocas, gritos que nada tenían que ver con la esperanza, sino con la desesperación alarmante de alguien que se enfrentaba al terror de su propio final enceguecido.

Por más que sabía taparse los oídos las tormentas de las voces insistían, siempre insistían, habían insistido ya, toda la noche...

Eran voces quejumbrosas, del dolor de los últimos muertos del naufragio en el que había estado. Eran las voces de los heridos y sobrevivientes, desesperados por agarrar los botes salvavidas, o asirse a cualquier resto del navío, desesperados entre las olas inmensas y las ráfagas inclementes y velocísimas de la tempestad. No era fácil sobrevivir en el agua. Más para algunos que ni siquiera, nunca, habían aprendido a nadar. El espanto y el pánico se llevaban todos los premios.

Era difícil seguir con la vida después de eso. Las ráfagas de recuerdos se pegaban a las retinas, estuviera despierto o dormido, a los tímpanos celosos de sus oídos, a las papilas gustativas y a los últimos recovecos de su olfato memorioso, tal cual la amplia cobertura de la piel que lo envolvía, de la piel que recordaba, aún, las abismales y heladas aguas en las que se había sumergido, nadando, desesperadamente, a como se pudiera, mientras los músculos desgarrados por el frío empezaban a acalambrarse congelándose, entre las negras aguas y las enormes olas del océano inmenso.

Después de tanta pavura, tan sólo quedaban los recuerdos, esparcidos, diseminados y creciendo en los vendavales de su cerebro. Pero parecía que esos recuerdos se pegaban a la vida y la invadían toda, chupándosela, llevándosela hacia un abismo inmenso en donde todo, otra vez, continuamente, volvía a rememorar las mismas imágenes, los mismos olores, los mismos gritos, las mismas heladas profundidades que lo habían sabido ahogar; otra vez, ahora, desde las raíces propias del recuerdo vivido. Era como que todo su presente dejaba de existir y se chupaba en el acontecimiento vivido, pasado, pretérito, indefinido en el tiempo, porque ya hacía tanto, pero tanto tiempo que había pasado que a veces le costaba darse cuenta, en años, de la cantidad de tiempo transcurrido. Era como que toda su vida, después de eso, se centraba: pasado, presente y futuro, en un chupadero inmenso que todo lo chupaba, todo, y lo volvía siempre al mismo punto, al mismo punto de arranque del abismo en donde el mismo acontecimiento vivido, hecho patético y triste, por cierto, desolador, pero que era un acontecimiento que había compartido con muchos otros más, imantaba todo, se llevaba todo, como una fuerza centrípeta que iba más allá de todo lo conocido.

Muchos ya no estaban, murieron. Ahogados, quemados, perdidos en los vaivenes desastrosos del mismo hecho. Algunos, muchos otros, se suicidaron después. Hubo algunos perdidos, que se tornaron seres anónimos, que por decisión propia, decidieron evadirse de la vida y del mundo. Gente que se perdió entre las rutas del país o entre las calles de la ciudad, sin documentos, y de los que nunca, nadie, ni siquiera los familiares, volvieron a saber nada.

Las primeras luces del día, recién estrenado, empezaron a teñir, lentamente, efímeramente, los vapores inmensos de la cortina de niebla que todo lo invadía. Los primeros rayos del sol, desteñido y descolorido a esta hora, comenzaron a estrellarse, plagándola en mil destellos, contra la escarcha blanca que la helada de la noche había dejado caer sobre el paisaje de la ciudad.

Este iba a ser un día difícil. Como fueron, por lo demás, todos los otros días desde que el naufragio había pasado.

Todavía quedaban en sus retinas, y en la sienes de sus recuerdos más memoriosos, las imágenes de la explosión, el humo y el incendio, los gritos de los heridos y los olores profundos de la carne quemada de los compañeros y el plástico, la goma y los otros materiales quemados del resto del navío que perecían en el incendio. Que habían empezado a perecer antes que el Crucero ARA General Belgrano, se terminara de hundir en toda su magnitud.

Todavía le dolían en las profundidades de la piel y en las del alma, las heladas aguas, heladísimas, del inmenso océano, en donde nadar con desesperación fue su mayor proeza, porque sabía que de esa proeza, puramente, dependía su vida. Todavía le dolían en los restos de su dignidad malherida y de su orgullo maltrecho las palabras de los ingleses que lo auxiliaron, casi congelado, como el resto, casi muerto del frío y de la desesperación.

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