"Visitar al médico de grande es como llevar un auto viejo al mecánico. No lo sacás más. Siempre te van a encontrar algo, encima te cobran fortuna. A mÃ, la próxima vez, me llevará una ambulancia, y a mi Corsita una grúa". Palabras de mi amigo Cacho, remisero de alma. Me acordé de él mientras mi urólogo me extendÃa la orden para la biopsia de próstata. Lejos de los médicos rurales que defendÃa Favaloro, muy cerca de la computadora, mi facultativo se mostró siempre distante, sabiendo de mà solamente lo que decÃan los análisis y las respuestas que daba mi cuerpo a sus antibióticos y tratamientos. Una atención a la distancia, siempre hablándole a la enfermedad, nunca al enfermo. La mejor medicina será la de mañana. No creo ni repito la famosa frase que todo tiempo pasado fue mejor, pero en lo que respecta a las relaciones humanas hemos perdido calidez. El médico de cabecera era como un amigo de la familia. Nos conocÃa a todos y a su vez se dejaba conocer. Nos llamaba por los nombres sin necesidad de fichero, sabÃa de nuestros gustos, vicios y debilidades. Nos hablaba con autoridad pero con afecto. El dÃa de la intervención, con versos de Miguel Hernández, como un árbol carnal generoso y cautivo, entregué a los cirujanos. Abrà la puerta del recuerdo y me escapé de la mano del doctor Bernasconi, medio cura, psicólogo y curandero de la familia. Mi pensamiento me instaló en un cumpleaños de mi infancia al cual asistió con sus dos hijos y un regalo que no olvido, un juego de mesa de nombre "El bucanero". ConsistÃa en letras pintadas de azul en cartones blancos, todos del mismo tamaño, con los que tenÃamos que formar palabras, respuestas a preguntas formuladas en tarjetas que se repartÃan a los participantes. El ganador era el que al terminar la tarea gritaba "primero". Una tarde sin amigos disfruté de aquel presente en soledad. Hundà mis manos en las letras como un panadero las clava en la harina. Escribà la palabra amor. Escribà la palabra odio. Escribà el nombre de quien me hacÃa sentir más liviano con sólo mirarla. Formé las palabras prohibidas, con fama de ser malas. Inventé términos con sonido pero sin sentido. Entendà que todos éramos bucaneros de expresiones creadas por otros y que las necesitábamos para expresar nuestros sentimientos o alguna idea. Pude imaginar y sentir el mar, el sol, la lluvia con sólo leerlo en las cartulinas. Supe que la palabra me alejaba del animal, me convertÃa en hombre. Pensé que la mentira podÃa ser una palabra sin contenido, sentà la decepción de un pirata que al desenterrar un cofre lo encuentra vacÃo. Un golpe en la rodilla y un "bueno, terminamos", me devolvieron a la realidad. Lo siguió un discurso en imperativo. "VÃstase, no maneje, haga reposo por veinticuatro horas, olvÃdese de la moto por unos dÃas, venga a buscar los resultados dentro de quince dÃas." Tomé un libro de Perez Galdós , que creo que nunca voy a terminar de leer, desde mi biblioteca camino a mi dormitorio. En una habitación en penumbras me recosté con el tomo sobre mi estómago. Escarbé entre sus páginas hasta robarle cuatro letras. Formé la palabra vida sobre la tapa del viejo texto para después gritar "primero".
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