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Viernes, 27 de junio de 2014
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Suerte

Por Mariana Miranda
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El vino, se sentó, se acurrucó al lado mío. Sentí el perfume de sus cabellos sedosos y grises, tan grises como el recuerdo. Lo abracé fuerte, muy fuerte, como aquella vez en que se había quedado dormido mientras nosotros, todos, nos íbamos de pesca. Lo abracé para despertarlo porque si le decías no te oía, si le gritabas, te oía menos y seguía durmiendo, y si lo sacudías se despertaba de un malhumor inconmensurable tan malo como los ánimos del Diablo. Su forma de despertarse era si alguien lo abrazaba, nunca usó despertador, nunca, tampoco se levantaba solo, siempre había alguien que lo abrazaba fuerte, muy fuerte y le susurraba al oído "Levantate, ya es la hora".

Pero ese día lo abracé de ternura, de amor, nada más que por amor, no era para despertarlo porque estaba bien despierto, tenía los ojos muy abiertos y estaba muy en sus cabales y en su conciencia cuando vino y se acurrucó junto a mí. El vino para darme calor, para darme abrigo, para darme ánimo en un momento tan fulero. Sabía que si se acurrucaba a mi lado me daría todo, así, sin hablar, como era él, casi sin decir nada; nada más que con el gesto, con el calor de todo su cuerpo acovachado sobre el mío, junto a mí, mientras yo lo abrazaba fuerte, muy fuerte, como cuando éramos jóvenes y habíamos empezado a encontrarnos a escondidas, entre los sauces de la cañada, más allá de lo de Suárez, al principio de una forma tímida y disimulada, con mucho de vergüenza y de pudor y luego luego cada vez con más desenfado con mayor desenfreno, con mayor descuido y desafío respecto de las voces ajenas, ésas que siempre andaban por ahí hablando porque no tenían mejor cosa que hacer.

Nos quedamos solos, quietos, acurrucados, abrazados el uno al otro, en el medio de la madrugada fría, muy fría, casi como el desconsuelo de no tenerlo, de haberlo perdido, de haberlo dejado partir más allá de todos los rencores y de todos los malhumores y de todas las discusiones que habíamos tenido, más allá de los ánimos adversos, más allá de los reproches y remordimientos y las culpas hasta el cansancio, más allá de todo, de todo lo que habíamos vivido hasta entonces, más allá de nosotros mismos...

Pero lo dejamos partir sin rencores, sin miedos tampoco; al infinito, como él quería, como él quiso siempre, conocer, viajar, andar, pasear, conocer otras gentes, otros lugares, otros caminos, hijo de andariego parecía que era ése, hijo de nadie y de todos, él quería encontrar caminos, rutas, destinos, gentes, pero nunca un destino final, nunca un puerto en donde quemar las naves, nunca un lugar para hacer escala, nunca, nunca, eso jamás. El andaba, de aquí para allá, de la diestra a la siniestra y enrevesando. Quería conocer lugares porque era joven, eso dijo, mientras fuera joven, eso, también dijo, y mientras no tenía otros problemas, eso, también dijo. Nosotros siempre le dimos todo, como a los otros, sin miramientos, sin hacer diferencias, sin enredarnos en las nubes de preferencias que si es así o es asá o si hace esto o si hace esto otro. Nunca le negamos nada. Tampoco a los otros hermanos. Eran todos iguales. Eran todos nuestros hijos. Pero él había salido el más andariego, nunca le dijimos lo que tenía que hacer. A los otros tampoco, pero los otros, por sí mismos, fueron dibujando otros caminos. A la edad que él andaba veleteando todavía ya se habían casado y estaban esperando los niños, haciéndose la casita. Lucas era distinto, tenía en los ojos esa luz, esa mirada, tan de adentro pero con tantas ganas de afuera, con tanta necesidad de horizonte que nosotros le dejábamos hacer, le dejamos hacer todo el tiempo y continuar con su vida así. Supusimos siempre que en algún momento iba a conocer alguna chica y se le iba a tener que pasar. Pero parece que no se le pasaba, tan distinto a su padre era, a sus hermanos, a mí, tan distinto a todos los que conocíamos que lo dejamos ser como para guardarlo en su diferencia, en su peculiaridad tan disonante del resto, tan discordante, pero tan colorida, tan chispeante que él era como el sol de la familia, venía a alumbrarnos con su calor de vez en cuando pero después se iba y aprendimos a dejarlo crecer y a dejarlo vivir así, porque nosotros éramos los padres, nunca fuimos los dueños y no teníamos por qué decirle lo que tenía que hacer con su vida. El ya era un hombre grande, hecho y derecho, y sabría decidir sobre ella mucho mejor que todos nosotros juntos o que cualquiera de nosotros por separado, la vida era de él y de eso se trataba, de que él la viviera como mejor quisiera. O pudiera, que no era lo mismo pero que para el caso daba lo mismo. No teníamos por qué meternos.

Por eso cuando él vino, se sentó a mi lado y se acurrucó junto a mí abrazándome, por eso cuando yo lo abracé fuerte, muy fuerte, como para despertarlo, mientras olía sus cabellos sedosos y grises, tan grises como los míos, tan grises como nuestros recuerdos no pudimos entender, yo no lo entendía, él no lo entendía, no entendíamos, no entendimos, cómo se nos fue de las manos, como se nos fue por la hendija esa vida maravillosa de milagros amalgamados esa vida de autitos de colores y tardes de fútbol en el potrero esa vida de penitencias en la casa y de quejas de la directora y de la maestra porque travesura tras travesura hacía; esa vida de Lucas, Lucas con los ojos llenos de sol, Lucas con los ojos llenos de azul, de alegría, de esperanza, de aventura, esa vida de Lucas que derrochaba luz, esa vida de Lucas que destilaba existencia, esa vida de Lucas que se terminó de ir por la hendija en la sala de terapia intensiva mientras todos hacían lo que podían para que no se fuera; esa vida de Lucas que se fue en los labios de las últimas palabras del médico y en su última mirada, esa vida de Lucas que terminó acorralada y traspapelada debajo de las ruedas del camión cuando él, con la moto, trató de esquivarlo, esa vida de Lucas que nunca más, nunca más viajará, nunca más conocerá, nunca más andará por otros lugares para conocer otras gentes, esa vida de Lucas que se nos murió y no sabemos cómo y no sabemos cuándo y no entendemos ni cómo ni cuándo porque somos los padres y no somos los dueños y no tenemos derecho, nunca tuvimos el derecho de decirle qué tenía que hacer con su vida, esa vida que era nada más que de él pero que también era nuestra porque esa vida cuando se fue se llevó un pedazo de nosotros mismos, un pedazo que se fue muy pero muy adentro y hacia el infinito y que sabemos que no vamos a recuperar más y por eso yo sé y yo siento que cuando él se acerca y se acurruca junto a mí y yo lo abrazo fuerte, muy fuerte, con esa forma de ser que él tiene que no dice nada pero que te lo da todo, nada más que con estar ahí, con todo su cuerpo contra mi cuerpo, todo su cuerpo acovachado contra el mío, los dos, solos, en la madrugada fría, muy fría, en la sala de espera del hospital, en ese momento tan fulero, yo sé, también, que un pedazo de Lucas se acurruca con él junto a mi pecho y espera, y esperan, que yo los abrace, fuerte, muy fuerte, nada más que de amor, nada más que de ternura, como cuando había que despertarlo para decirle "Levantate, ya es la hora".

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