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Miércoles, 23 de julio de 2014
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El frío de los cospeles

Por Gabriela Gervasoni
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Dicen que la juventud empieza cuando nos enamoramos. Termina cuando enamorarnos parece un juego de encastres donde los moldecitos de la primera vez ya no encajan. Antes somos niños y después volvemos a ser niños. Todo lo que pasa en el medio es la vida. La costumbre de buscar consuelo en las palabras será la culpable de no poder delimitar bien ese sector del medio?

En esta fría mañana no dejé de ser joven porque el diario diga que él está muerto, dejé de ser joven porque ninguna pieza encastra y ya no hay ajuste posible.

El aviso principal lo publicaron su mujer e hijos. Unos pocos amigos se congregaron en un pequeño recordatorio en el que lo llaman por su apodo de siempre, el mismo con el que yo empezaba todas las cartas.

Hace un tiempo, cuando murió García Márquez, no pude evitar pensar en "O" (llamemos "O" a este hombre que el diario dice que está muerto). Enmarañada como estoy, no puedo decir si fue profecía o casualidad. Pensé en "O" y traté de imaginar su olor a esta altura de la vida, su piel, el color del pelo; cómo sería su aliento. Nada. Ni siquiera vino una cita literaria o la imagen de algún personaje parecido a él. Una hoja en blanco, una foto velada.

Atrapada en un cubrecama de hojas secas le escuché decir que Jimena era más osada que yo (o a lo mejor lo soñé). Aparecen otros recuerdos. Nuestras iniciales en un árbol de la plaza más linda de la ciudad (yo cinco años después, diez años después y veinte años después seguí comprobando que las letras siguieran ahí). Estamos los dos muertos de frío caminando por la Avenida Corrientes de Buenos Aires; somos una imagen macro, dos siluetas perfectas en medio de una ciudad desenfocada. Después veo la esquina donde tiró un montón de cospeles con los que llamaba por teléfono a otra chica. Gira una vez más, me mira y repite pero yo te quiero. Meto los dedos en las hendiduras de los cospeles, siento el frío que produce saber que nos quedamos solos. Pero yo te quiero, sigue diciendo con las manos en los bolsillos.

Esta vez no tengo otra alternativa, ya no hay metáfora donde esconderlo. A lo sumo puedo mirar un sol que estira al máximo su cielo vibrante o escuchar cantar a unos pájaros negros. Bajo del taxi y con los lentes puestos entro a la funeraria. En un cartel veo una crucecita con su nombre y las dos fechas que lo tuvieron atrapado. Vuelvo a sentir frío en las manos, las froto y empiezan a caer montones de cospeles. Brillan cuando tocan el piso oscuro. El ruido que hacen me da mucha tristeza y aunque lloro, nadie es capaz de ayudarme a levantarlos.

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