"Prima, no sabés el miedo que juntamos todas estas noches! Te estuvimos esperando para mostrarte!" me dijo Nani, con la lengua apurada y moviendo las manos en el aire.
Ese dÃa doblamos en la esquina con el auto como siempre pero la imagen fue diferente, no sé si por los árboles más amarillos o por la silueta de Nani sentado en el umbral de la puerta de chapa, con las rodillas nerviosas y los ojos celestones o azules clavados en la vereda; fijos, duros, impacientes. Algo fue diferente esa mañana, no solo era yo la que estaba llegando. Llegaban también otras cosas, conmigo.
"Es a la noche --me dijo-- ... Y siempre que lo llamamos al Nono para que venga con el rifle, desaparece".
Verano. Cuando era verano, en la casa de mi abuela, los chicos dormÃamos afuera; en el patio. Y dormÃamos en unos sillones cama muy viejos que se guardaban en el galpón del fondo. OlÃan a tierra y a aceite. OlÃan a abuelo. El galpón era (de alguna manera) como mi abuelo; gris, grande, con olor a aceite; a terral.
Dispusimos los tres sillones uno al lado del otro, les colocamos una plancha de goma espuma encima y un acolchado para que no nos haga picar. Asà quedábamos los tres; inmóviles como un fuentón de chapa. Esperando algo que no sabÃamos qué era pero que sabÃamos que vendrÃa.
Encima de nosotros (antes que las estrellas) habÃa una enorme enredadera, para ver estrellas tenÃamos que aguzar la vista entre aquellas deformadas ventanas hojudas.
"Vendrá?", le pregunté a Mati. "Seguro que viene", dijo.
No tenÃamos miedo, sentÃamos una emoción muy profunda. Yo no dudé ni un instante del relato que mis primos me habÃan contado sobre la Cosa; entre nosotros no sabÃamos mentirnos. Cada mirada y cada palabra era de agua clara, bebible. De tanta verdad yo ya me estaba intoxicando casi al desespero: Cuándo iba a venir? Asà era la noche? Tan oscura era? La noche. Ya la tenÃamos encima y entera para nosotros; un antifaz al horizonte.
El barrio empezaba a callarse. Ruido de persianas. Todas las luces dormÃan menos la nuestra, clandestina; aquel foquito amarillo engrasado que velaba adentro del asador.
Y esperamos. Al comienzo hablábamos mucho, sin dejar de mirar el techo de planta. Hablábamos de lo poco que habÃamos hecho en esos dÃas en que no nos habÃamos visto, hablábamos sobre qué Ãbamos a hacer al dÃa siguiente. Hablábamos de la Cosa, también.
Con el paso de los minutos y de las horas las palabras fueron cediendo, las respuestas se espaciaban, las preguntas perdÃan sentido y fuerza. Mati se quitó los lentes y los apoyó en el piso. Se durmió. Nani ya tenÃa ojos de pobre, pequeños y tristes. Poco a poco cada bostezo fue ganándole el habla, y también se durmió. "Che, no se duerman", sentencié. Levantaron los párpados, obedientes, pero al instante volvieron a cerrarlos. EntendÃ, entonces, que la Cosa ya no iba a venir. Yo también estaba casi vencida por el sueño. Y dormÃ.
Una pequeña hoja de enredadera me despertó, solo una. Me cayó en la cara, yo salté con estrépito pensando que era una ala de cucaracha. De pronto una seguidilla de hojas comenzó a caer de la enredadera, caÃan de a dos, caÃan de a cinco, diez! Y en lÃnea recta. Vi cómo las estrellas en los huecos de las hojas eran reemplazadas por una sombra negra. Intenté pero no pude gritar. Le agarré la mano a Nani y lo sacudÃ. Nani con sus ojos más grandes que nunca, tocó a Mati. Mati casi mecánicamente tanteó el suelo, se calzó los lentes y miró electrizado. El ruido a rama verde doblándose, a hoja desprendida, era escabroso.
"Nonooo!!" gritó ni bien pudo reaccionar. Mi abuelo ya sabÃa que debÃa acudir al grito con un rifle listo. Salió al patio con el pantalón a medio abrochar y sin camiseta (nunca habÃa visto a mi abuelo sin, aunque sea, una camiseta), sostenÃa el rifle con las dos manos; filoso, marrón y gris. Persiguió con la punta del caño el camino de hojas que continuaban desprendiéndose de la planta y finalmente con un simple presionar de gatillos le disparó a la Cosa, que soltó un chillido áspero y raspado.
"Le diste, Nono! Le diste a la Cosa!", festejaba Mati. Nani y yo observábamos un poco patidifusos aquella cosa que teñÃa lentamente de rojo el verde de las ramas. Y mirábamos hacia arriba, como se mira a Dios; después de todo Dios también era entonces para nosotros una cosa desconocida.
El barrio aún estaba callado, todavÃa se sentÃa el eco del disparo en las esquinas. Yo observaba a la Cosa, retorciéndose entre las ramas, haciendo caer las últimas hojas. Bajé la vista al suelo, un poco impresionada.
Ya no habÃa ningún eco. Mi abuelo con sus dedos gordos me levantó el mentón y buscándome la mirada dijo: "Nena... nena... te pasa algo? estás bien?". Lo miré hondamente, en sus ojos habÃa un viejo, un Edgardo bueno, sin culpa; nada más habÃa. El rifle descansaba, ajeno, sobre la mesa de piedra. Lo abracé tiernamente por el cuello. "Pero qué cosa más triste, Nonito" respondÃ. Tembló.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.