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Martes, 2 de septiembre de 2014
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Transmutaciones

Por Mariana Miranda
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Eran hombrecitos pequeños, diminutos, casi invisibles. En realidad podían llegar a ser cualquier cosa. Habían entrado (nadie sabía cómo, ni siquiera se lo imaginaban) en el interior mismo de los árboles de la ciudad. Quizás habían sido los gnomitos del bosque que se habían atolondrado un poco (de tanto pensar) y la habían pifiado con la dirección. Quizás habían sido sus espíritus trashumantes y desvencijados que estaban hartos de rondar por ahí y de habitar siempre los húmedos y oscuros rincones del bosque.

Nadie se explicaba cómo era que habían entrado allí. A menos que poseyeran el inexplicable don de la trasposición de las barreras sólidas de la materia sin necesidad de desintegrarse...

Porque los árboles no estaban heridos. Ninguna lastimadura en sus cortezas.

Pero sin embargo ellos estaban allí. Porque todos sabíamos que algo había adentro de los árboles ya que todos habíamos escuchado sus vocecitas atolondradas discutiendo incansablemente en las noches y en los días. Hablaban un lenguaje extraño. Quizás fuera el lenguaje que usaban las ánimas trashumantes para no despertar a la noche que duerme quieta. Y ninguno de nosotros podía entender su idioma. Sólo los imaginábamos como aquellos enanitos verdes desordenados y revoltosos que interrumpían con su algarabía gritona nuestros sueños de verano. Casi eran tan pequeños como nuestras grandes verdades científicas.

Al principio, nos habían caído simpáticos. Descubrimos su presencia por el ruido, obviamente. Fue una de las tantas veces en que sacamos al Cachilo a mear. Y mientras el perro olía y lloraba y lloraba y olía, a nosotros, se nos ocurrió, muy sagazmente, que algo raro allí pasaba. Algo fuera de lo común. Extraordinario. Sin embargo tardamos un tiempo hasta descubrirlos. En realidad, nunca los descubrimos. Nos costó acercarnos a ellos. Al principio los escuchábamos y no sabíamos cómo comunicarnos con ellos porque oíamos sus conversaciones desordenadas y no podíamos hilvanar el hilo de su lenguaje ni la simbología de sus palabras mecánicas.

Hasta que se nos ocurrió probar con el Código Morse (vieja artimaña del destino) y hete aquí que respondieron.

Pero nos sorprendió saber que no quisieron respondernos nada de lo que les preguntamos. Sólo querían una comunicación unidireccional. No aceptaron nuestro diálogo. Y como nunca los vimos, ellos quedaron retratados en una fotografía íntima de nuestra imaginación trasnochada. Y cada cual de nosotros los imaginó con la misma pasta y los mismos colores de sus sutiles héroes oníricos. Nunca supimos si eran héroes o villanos. Eran pequeñitos (calculábamos) pero muchos, muchísimos (también calculábamos). Nunca pudimos contarlos, pero parecían muchos y chiquitos, por el gran alboroto que hacían.

Empezaron contándonos cuentos (admito que nos sorprendió la idea, pero luego nos acostumbramos). Cada uno se sentaba al lado del árbol que más le parecía y, poniendo la oreja en la corteza del tronco empezábamos a escuchar. Y cada gnomito petiso, petiso, el que nosotros más nos habíamos inventado, el que más queríamos, nos relataba una historia maravillosa y triste, perplejamente triste, que empezaba y terminaba en un universo atónitamente imaginado, con los colores y las voces que cada uno le ponía, con las metamorfosis de nuestros propios deseos y de nuestras pasiones, y adorábamos tomar el sol de la siesta mientras escuchábamos el toc﷓toc﷓toc, tic﷓tic﷓tic de un cuento maravillosamente ajeno y maravillosamente nuestro ya que formaba parte de un acuerdo tan íntimo entre los hechos narrados y los imaginados, que parecía como que ambos no habían dejado de formar parte del mismo y único ser. Y así descubrimos que nuestros días de antes, aburridos y tediosos, habían dejado de serlo, transformándose cada uno de ellos en una nueva aventura, en una aventura de nuestra propia fantasía incandescente que no se cansaba de vivir y de crecer desplazándose infatigablemente en mil tiempo distintos y en otros mil lugres diferentes sin acabar nunca de pasearse por los infinitos puntos de un universo tan íntimo que el goce propio de viajar en él era sólo comparable a la alegría de la piel del navegante al sentir en la yema de los dedos la superficie del agua azul y transparente.

Y amábamos escuchar sus historias, adormecidos en las siestas y en las noches del verano. Era como soñar despierto, en síntesis, lo que uno siempre había querido. Y milagrosamente a ninguno se le ocurrió cortar los árboles. Quizás por el miedo de uno mismo. De descubrir que dentro de los árboles no había nada, tan solo savia, madera y aire. O, quizás? Por el temor de descubrir en la realidad lo que en verdad eran. Ni siquiera podíamos contarlos y saber qué cantidad había. Sólo sabíamos que eran seres fantásticos (quizás una nueva especie de insectos? extraterrestres no marcianos?) metamorfoseados bajo el peso de nuestra imaginación aturdida. Y como a nadie nunca se le ocurrió cortarlos nunca pudimos terminar de saber quiénes eran los seres extraños que habían incurrido en la curiosa propiedad de habitar el interior de los árboles, (y no eran Chip y Dale, no eso seguro que no, ni estaban auspiciadas por ningún Walt Disney ni nadie que se le pareciera) sin saber siquiera si conformaban una nueva especie o eran una especie de fantasmitas inciertos que habían traspasado las cortezas vegetales muy cómodamente para instalarse allí.

Hasta que un día, como de rebote pasó lo que tenía que pasar: en uno de tantos árboles, tan poblados de seres arborícoloparlantes, una vez, cesaron los cuentos; sí, de pronto, las voces en código se callaron un rato.

Extrañado, el oyente interpeló: "Y ahora qué pasa?". Entonces fue cuando pasó. Irremediablemente pasó. Las vocecitas atolondradas empezaron a interrogarlo desde el más aquí vegetal. Y desde el más allá cotidiano, al hombre, pobre, no le quedó otra que contestar. No porque estuviera obligado, no. Eso no. Sino por lo que más mata: la curiosidad. Y las vocecitas preguntaron y preguntaron y cada vez preguntaron más. Y el hombre, atolondrado, como siempre, sólo atinaba a responder. Y sorpresivamente cada árbol se transformó en un interrogatorio sin fin. Y estúpidamente cada hombre de los que se sentaron a su lado, contestaba, contestaba y contestaba. Y los gnomitos petisos entonces, como quien no quiere la cosa se enteraron de todo, de todos los detalles de nuestra vida privada. Y en una cotidianeidad tan habitual que ya rayaba con el absurdo no pudimos, no podríamos omitir ninguno de los detalles específicos de nuestro acontecer humano. Paulatinamente, ellos tuvieron más información sobre nosotros mismos que la que nosotros habíamos tenido. Paradójicamente los ignorábamos. No éramos indiferentes a su presencia, obviamente, eso nos tenía en ascuas. Tan sólo que los extrañábamos: no sabíamos si eran no sabíamos qué ni quiénes eran, si eran humanos o animales, robots o mutantes post﷓atómicos. No sabíamos de dónde habían venido: alguien largó el rumor que eran los habitantes del infierno que por determinados cambios estratégico﷓políticos en el centro de la Tierra y altercados con Satán mediante, habían decidido subir por las raíces hasta llegar al tronco de los árboles y habitar en su centro, que, dicho sea de paso, era mucho más fresco que las hogueras permanentes en las que habían estado condenados a vivir por siempre. Sorpresivamente ellos dejaron de ser extraños para transformarse en el lúcido reflejo de nuestras almas perplejas. Y nos habituamos a que ellos supieran exactamente cuáles eran nuestras sensaciones y nuestros sentimientos. Y un día nos dimos cuenta de que, quizás sin atención, habíamos cambiado nuestra lengua por los tic﷓tic﷓tic y los toc﷓toc﷓toc del Código. Descubrimos que era mejor así. Era más fácil comunicarse con el exterior. Así les contábamos los cuentos que ellos nos pedían cada día.

Pasaron relatos. Y más relatos.

Nunca supimos bien si fue por obra de la realidad o de los deseos imaginarios de nuestra propia fantasía. Pero la trashumancia de nuestras propias ánimas transparentes se había decidido a vivir allí, en el interior mismo de los árboles de la ciudad, quizás porque ya estábamos hartos de ver siempre el mismo bosque, o porque las llamas del infierno ya nos habían chamuscado demasiado las alas, quizás porque ellos no nos respondieron nada cuando, en el límite de la desesperación, les pedimos auxilio en nuestro propio lenguaje nativo. Sólo respondieron a los golpecitos del código: tic﷓tic﷓tic, toc﷓toc﷓toc, tic﷓toc, toc﷓tic, tic﷓tic, tic﷓tic, toc﷓toc﷓toc, tic﷓tic﷓tic, toc﷓toc﷓toc. tic﷓toc

Sólo respondieron para escucharnos narrar.

Porque ellos ya se habían convertido en los seres humanos de carne y hueso que se pasean todos los días por las calles de nuestra ciudad. Y podrían haber sido cualquier otra cosa distinta. Pero ahora no eran más que el vivo retrato de cada uno de nosotros que lloraba, en el interior de cada árbol, la inocente ingenuidad de su confianza perdida...

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