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Viernes, 12 de septiembre de 2014
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El confín de la tierra

Por Jorge Isaías
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En la densidad de los años es cuando las cosas sucedían, pero también cuando se posaban en las alas más trémulas de algunas mariposas.

Amaneceres más altos que el galope de un potro en la soledad del potrero donde siempre reinaba un palenque.

O como aquella tarde en que trémulos descubrimos ese gran lapacho rosado, reinando en esa calle alejada donde más se exhibían los fresnos y las tipas (o el recuerdo de esas tipas centenarias). Y también el recuerdo de aquellos corderos asados bajo los paraísos, al final de una "juntada" de maíz.

Con los hombres rodeando las brasas crepitantes, que recibía el goteo intermitente de la grasa produciendo un ruidito que sonaba a chispazo sin otra consecuencia que su leve sinsentido.

No era raro que circulara un porrón de ginebra cuyo pico era besado con generosidad por esos hombres rudos que charlaban y reían satisfechos al finalizar una tarea de meses.

De vez en cuando salía de la casa una mujer, casi siempre la más joven, acarreando mates amargos y entregaba a cada uno de ellos el recipiente con el líquido que iría perdiendo la espuma en cada viaje.

Varias familias habían trabajado arduamente en esos meses bajo la más crudas heladas y las condiciones más desventajosas, con los yuyos mojándole la cintura, y las chalas cortándole las manos como navajas ávidas, para lograr un jornal por bolsa que redundaría en un alivio económico para pagar las cuentas del almacén y pasar los meses hasta la cosecha del trigo haciendo algunas changas, los hombres, y las mujeres, limpiando casas ajenas.

Pero hoy es día de fiesta. En la gran cocina las mujeres hacen todos los preparativos necesarios para el almuerzo que constará de ese gran cordero y una buena olla de tallarines caseros y fiambres que tenían de la última carneada y el exquisito pan casero que amasaron manos hacendosas y acaba de salir humeando del horno de barro que vuelve rico todo lo que entra y sale de su boca calentada a leña. Y en esa gran contracción al trabajo que tienen las mujeres, seguramente se prepararan exquisiteces para la media tarde. Buñuelos o tortas para acompañar al mate, mientras los hombres juegan a las cartas, apurando una copa de algún licor casero, mientras sus voces y sus gritos de satisfacción, o fracaso ante la contra de la suerte, disponen una manifestación, espontánea y contenida que expresa en las alternativas de un juego de azar, la felicidad por la tarea cumplida.

Los dueños de la chacra no tienen hijos pero han criado a un sobrino que hoy es adolescente y los ayuda en las tareas que hacen al funcionamiento de las pocas hectáreas que arriendan a la familia del que fuera el primer poblador motivo por el cual se lo considera fundador de esa pequeña localidad existente a tres kilómetros de este lugar que hoy trato de introducir a través de esta deshilvanada trama que vanamente quiere asir lo que se fue.

Por el motivo consignado más arriba, todos los chiquilines que ese día trasegaban las inmediaciones de la casa: la quinta entejidada que guardaba un panal con miel y alguna que otra abeja bebiendo de un charco. El merodeo por los chiqueros y el gallinero, las largas conejeras debajo de una hilera de tamariscos, vecina a esa misma quinta, todo era motivo de curiosidad infantil.

De pronto, nadie sabe de dónde, apareció una pelota de trapo, segura industria de algunas de las mujeres que trabajaban en la cocina y que el desbande de puntapiés y carreras bajo la hilera de los sauces, a la entrada, donde una gramilla esplendorosa podría hacer el partido más interesante. De vez en cuando uno de estos chicos, de cabeza rapada y con alguna cicatriz segura de un alambrado traicionero, haría una incursión a la cocina donde parloteaba y reía un grupo de mujeres hacendosas, para pedir un poco de agua que se le servía en un jarro de aluminio.

Luego de pedir un trozo de pan, que se le daba con la admonición que "tenían que almorzar" y no insistiera con su hambre provocado por el excesivo gasto físico.

La voces de las mujeres reiniciaban al diálogo, el murmullo de sus voces crecían hasta transformar ese acto simple de estar juntas, con los preparativos de un almuerzo esperado, en una especie de fundación del sentido que se iría entretejiendo en una densa y ajustada trama donde nacerían todas las leyendas, todas las narraciones, el acto augural en esa matriz primitiva donde aprenden a escribir y a contar todos los escritores.

Y en el atardecer, con los preparativos para el baile en el gran galpón que se haría cuando las sombras cayeran y tuvieran razón de ser esos grandes faroles a gas que deflagraban en la intemperie infinita, sólo un niño miraba hacia el poniente, donde esa bola de fuego rodeaba sin cesar y se hundía de pronto como una moneda en la tierra, digo que a todos escapaba ese atardecer por la costumbre y la alegría de ese día. Ese niño guardaría en sus retinas ese fuego, para ponerlo a rodar un día, por todos los confines de la tierra.

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