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Jueves, 25 de septiembre de 2014
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La del bosque

Por Juliana Mandolesi
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No hubiera sabido de ella si no entraba aquella tarde al bosque.

Saltaba las colinas rebalsadas de robles y algunos pinos; la acompañaban una zorra gris y un alto ciervo colorado. Ella habrá tenido unos siete años. Callé mis pasos y me puse a espiar detrás de un grueso tronco; al minuto me vieron, primero la zorra, el ciervo después; ambos le advirtieron de mí con ojos anaranjados. Ella giró su cabecita morena para mirarme y de un salto apurado se subió al ciervo. Tenía piel de maniquí y ojos redondos de pájaro.

Fui al bosque muchas veces más después de aquélla. Dicen que fue cierto, como que el gato es gato, que en la noche una mujer se adentró en el bosque tratando escapar de los que la perseguían. Y que estaba muy, muy oscuro. Dicen que allí se tumbó la mujer exhausta, en el corazón ahuecado de un enorme pino seco.

Que parió a una niñita.

Que ambas fueron mágicamente socorridas por una zorra que era amiga de un ciervo.

Que la madre -﷓tristemente-﷓ falleció de frío y cansancio. Una pareja de turistas encontraron sus restos.

Que la niña vivió y fue criada a la manera de los bosques y los arroyos.

-﷓No me parece para nada extraño que la hayan criado una zorra y un ciervo. A mí me crió una tía con dientes de lata y un limonero que daba naranjas.

La mayoría de las veces la niña anda sola por el bosque. Y la zorra y el ciervo solo hacen lo que hace una zorra y un ciervo ordinarios. Pero cuando ella los llama, frotando dos palitos ásperos de lenga, llegan a paso lento y sonriendo, si pudieran sonreír.

La niña acaricia a la zorra, que se vuelve cachorro, y besa al ciervo que se transforma instantáneamente en orgullosa estatua paterna. Y los tres juegan juegos inocentes por el bosque todavía virgen de Huamulera. "Duérmete Pinita, que ya es de noche, y el frio grita" le dicen suavemente con los ojos cuando se negrece ya el cielo.

Mucho de esto lo he visto. Y lo que no he visto me lo han contado los leñadores. Dicen que a veces uno descuidadamente mira hacia arriba y la descubre, sentadita arriba un árbol; pero al segundo parpadeo ya se le han ido los brazos y las piernas. Y la carita, todavía observándolos, se desvanece como absorbida por el propio árbol. Para entonces uno ya no sabe si es Ella la que los mira, o la caprichosa forma de alguna corteza.

Mi abuela vino del bosque.

Con la cara plagada de arrugas se sienta en la galería que da al campo amarillo, prepara un mate viejo como ella, en el que mezcla la yerba con ramitas secas de pino. En ese ritual adorable de su cara que se angosta cuando chupa, ya se empieza a caer de rodillas la tarde. Ella me cuenta:

--Me dolían las piernas de trepar tanto ya, Clarita, por eso cuando me encontraron me dejé agarrar. Me encontraron puro hueso. Les dio lástima verme así de flaca, habrán pensado que estaba sintiéndome mal ahí, sola, pero yo no estaba triste, estaba cansada porque había trepado mucho.

Siempre atardecía antes en el bosque. Yo nací y viví ahí desde que tengo memoria. Me crió un ciervo y una zorra gris, aunque te parezca raro. Mi mamá zorra, cuando la noche caía, se me ponía encima para que no pase frío, dormíamos en el corazón hueco de un árbol que de alguna manera yo sentía como un vientre. Ella era de pelo áspero y tenía los ojos anaranjados o amarillos; buenos. Mi papá ciervo por las noches solo nos miraba desde afuera. Y de pie. A él la nieve no lo lastimaba.

Ellos ya no están porque los animales viven mucho menos que nosotras. Mamá murió primero; de vieja. Se enfermó una pata, después una oreja... igual por suerte nunca estábamos solos allá en el bosque. Lo triste de vivir con animales es verlos siempre morir antes y quedarte un poquito sola. Además yo era tan chica que no entendía la muerte. La muerte era para mí un abandono imperdonable.

Como ni los zorros, ni los ciervos, ni yo hablábamos; con miradas avispadas nos decíamos todo lo que necesitábamos expresar. Mi padre me traía raíces frescas y mi madre alguna que otra paloma, a veces huevos. Eso comíamos, de eso crecía tu abuela. Y vos te quejás de la sopa...

Alguna vez, tu nona pensó en volver. Volver al bosque. Pero cuando uno es encontrado ya no puede perderse de nuevo tan fácil. En aquel tiempo yo no sabía hablar y no podía expresar más que con miradas que quería regresar y que no tenía tristeza, solo cansancio. Además mamá zorra ya había muerto, papá estaba herido por unos cazadores. Al menos las cosas estaban así la última vez que los vi. ¿A qué iba a volver? También el calor de la especie tironea un poco, Clari; me taparon con mantas gruesas, me dieron de comer, alguien lloraba como si hubiera encontrado un tesoro. Después supe que la que lloraba así era mi abuela.

A veces el bosque me habla. Todavía puedo entender al bosque. Y me dan ganas de estar allá, con el olor de la mañana fresca... pero soy vieja, mi amor, ya las colinas son para mí más altas, los árboles más grandes, el frío más penoso. Y después vino tu madre; y después vos. Ya no hay lugar al cuál volver. Esta es ahora mi casa.

Trato de entenderla. Entender que no pertenece a este lugar y que por eso es tan arrugada y habla con dificultad. Que por eso sus ojos son hondos como los de un pájaro.

Nunca más volvió al bosque, de hecho casi no sale de casa. Pero cada mañana se levanta bien temprano, antes de que el sol salga. A veces me despierta también a mí con su ruido a ollas y latas. Y sale al extenso patio que linda con el bosque. Junta huevos de las gallinas celosas; mira un rato hacia los árboles. Sonríe.

A veces se acercan -﷓y no demasiado-﷓ a los bordes del patio, un cachorro de zorro gris. O algún miedoso ciervito colorado.

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