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Miércoles, 15 de octubre de 2014
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Identidad

Por Raquel Miño*
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Miró el documento que tenía entre sus manos y se sintió plena. Leyó nuevamente su nombre, Vanesa Martínez y dibujó con sus ojos cada una de las letras que estaban escritas en la primera hoja de la libreta. Era ella, era mujer. Hasta ayer había sido Roberto Martínez, o el traga, la sirvienta, la puta. Lo apoyó junto a su corazón para que sienta el latir de mujer, el mismo que había tenido desde siempre, cuando descubrió frente al espejo que ese cuerpo no era el suyo. Mientras el camión de traslados la conducía a la cárcel de mujeres, supo que de ahora en más, estaría tranquila. Ya nadie la pararía en el baño del penal de hombres para violarla, o pegarle una trompada si se resistía.

El guardia armado que estaba sentado en frente de ella, sonrió al verle las uñas pintadas de rojo y el cabello rubio, recién teñido.

--Se te fue la mano con el agua oxigenada Martínez --le dijo irónicamente.

Vanesa levantó sus ojos pintados y miró a su carcelero, se los clavó en los anteojos oscuros, justo debajo de la gorra de policía.

En la puerta del penal de mujeres, una multitud de personas estaba esperando la llegada de la primera persona trans que había cambiado de penal bajo la orden de un juez. Familiares, periodistas, organizaciones feministas y curiosos llenaron la vereda y también la calle.

--¡Bravo Vanesa! --gritaban algunos.

--¡Mostrá el documento! --le pidió un periodista.

Vanesa lo sostenía en su mano, aun esposada, luciendo con orgullo su nueva identidad. Se había imaginado que habría gente, pero no tanta, por eso se había preparado con esmero. El escándalo que se armó por su traslado cobró dimensiones inesperadas. Al principio, ella creyó que solamente el juez de la causa se había solidarizado con su situación, él bien sabía de los horrores a los cuales la sometían diariamente por haber nacido y crecido con el cuerpo equivocado. Después se sumaron los periódicos, las radios y la noticia ya no tuvo límites.

Adentro de la cárcel había una cantidad de mujeres, curiosas y desafiantes. El anuncio de su traslado desde el penal de varones hasta donde ellas estaban, produjo una gran conmoción. Hacía dos meses que les habían dado la noticia de que llegaría un trans y desde ese mismo día no había dejado de haber discusiones entre las internas.

"Vos decime lo que quieras --decía la Ñata Consolatti-- pero que tiene pito, tiene pito".

"Dicen que no jode a nadie, que es un pobre tipo", comentó Gisela Flores.

"Che locas, no es un tipo, es una mina, se llama Vanesa --aclaró Claudia Ruiz--. En la charla que nos dieron, nos dijeron que la tratáramos como a una mujer, porque ahora el documento dice que es mina".

"Tiene pito, ¿entendés? --la Ñata Consolatti, estaba enojada--. Y esa charla de mierda que nos dieron, a mí no me aclaró nada".

--Hagámosle el aguante, pobre mina...

Fue real que les dieron charlas para explicarles que significaba ser trans, pero la persona encargada de hablar entendía menos que ellas y cometió varias torpezas. Se refería a él o a ella de manera indistinta, como si Vanesa fuese un artículo neutro. También reunieron a las guardiacárceles para darles el mismo discurso, ellas también se quejaban, decían que no la iban a controlar en el baño, porque tenía pito.

Para tranquilizar a todas las internas y también al personal penitenciario, las autoridades del servicio, firmaron un acta con las inquietudes de todas, las promesas de pocos y se la guardó en un cajón.

Por descarte, decidieron que Vanesa compartiría la celda con Ana Sañudo, porque fue la única que no protestó. Estaba embarazada de seis meses y no le molestaba que la nueva compartiera su lugar.

Ana Sañudo tenía la pieza más chica que había en el penal y dormía sola. Accedía a ese privilegio porque estaba por parir y necesitaba estar tranquila. La excusa perfecta para que las demás internas no quisieran estar con ella era que tenía náuseas por los olores y se descomponía por todo. También sabían que se ahorrarían de escuchar el llanto del bebé cuando naciera.

Ana Sañudo la saludó al entrar y le dejó la cama que estaba contra la pared, también vació algunos estantes y le cedió una de sus almohadas.

--Necesito más lugar para mis ropas, mis pinturas, los perfumes y el secador de pelo --dijo Vanesa sin escuchar las palabras de bienvenida.

--Esto es lo que hay --respondió Ana Sañudo, ya sin simpatía.

Paradas en la puerta de la celda, las mujeres la miraban sin disimulo. Cada bolsa, cada movimiento de Vanesa era controlado minuciosamente, nada se escapó a la curiosidad de las internas. Algunas, las más osadas le miraban la entrepierna, le vi el bulto, dirían después. Otras se detenían en las tetas, no era cierto que se las había hecho, eran tetas de hombre, aseguraban. Ante el peso de la observación, Vanesa cerró la boca, tenía muchas cosas que decir, pero optó por el silencio. Estas se creen que soy un bicho extraño, se dijo indignada. Estuvo a punto de darse vuelta y echarlas a todas a la mierda, pero se acordó que el abogado le había dicho, andá tranquila y cerró los puños.

Saturada por el pesado encierro de su nueva celda, Vanesa tuvo la imperiosa necesidad de salir. Al patio, a la cocina, al baño, o a cualquier lado con tal de alejarse de la visión de quienes le perforaban la nuca.

La puerta estaba taponada, no le dieron el paso sin antes hacerle levantar la mirada. Solo cuando se relajó, algunos instantes después, pudo abrir sus manos y estirar sus dedos de uñas pintadas, se las había clavado en las palmas para detener su bronca. Pidió permiso y pasó entre los muros humanos que despedían humo. Eso parecía.

Finalmente, ganó la costumbre.

*Mención Género Cuento Breve del II Concurso Literario "Vicentín" 2013.

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