Es un mediodÃa muy caluroso. Tanto que tengo que cubrirme la cabeza con el turbante verde que me compré. Camino sin rumbo definido en el laberinto celeste. Subo unas escaleras y me encuentro con un hombre vestido de blanco vendiendo castañas y un gato que me mira como hipnotizado, me sigue los pasos con sus ojos almendrados. Por allá veo una calle un poco más angosta, ingreso y el aire se despeja de pronto en una plaza blanca, pequeña con personas sentadas bajo la sombra en sus costados. La mayorÃa son hombres con sus taqiyas en la cabeza. Miran pasar el tiempo, mientras saborean un té de menta fuerte, el aroma me inunda. La única mujer que está sentada en uno de los cafés no es local, nos miramos, curiosas. Sin decirnos nada, sin conocernos, sentimos ya cierta admiración una de la otra. Somos mujeres solas en un paÃs donde lo femenino es tapado, donde ser mujer es sinónimo de ama de casa, donde el hombre no comprende que seamos viajeras con A.
Me acerco y nos saludamos en inglés. Me invita a sentar y ahora yo también saboreo un té de menta con mucha azúcar, como se toma allÃ. Tan dulce que empalaga. Dos mujeres pasan caminando y les causamos gracia por algún motivo. "Tourist. Tourist", me dicen señalándola a la mujer. Parecen conocerse. Son muy simpáticas. Se van hablando entre ellas. Su nombre es Liesbeth y me cuenta que ya no es turista, que dejó de serlo cuando pisó este pueblo encantado, hace ya 5 años. La vida en su paÃs la habÃa llevado a la necesidad inminente de un cambio. Casada por 30 años. Se enamoró de otro hombre. Decidió no quedarse, no podÃa lidiar con la presión social que la ahogaba. No podÃa seguir casada, pero tampoco podÃa comenzar una vida junto a otra persona, sintió que el mundo la condenarÃa. Se fue. La vida es fugaz, no da tiempo para hacer demasiado, ella es una de esas personas que se animó a aprovechar su tiempo y modificó estructuras para recrearse. No muchos son tan valientes.
Nos despedimos con la promesa de un nuevo encuentro. Sin agendas. Sin horarios. Y asà fue.
Son las 5 de la mañana y los rezos por los altoparlantes me despiertan. Salgo de mi bolsa de dormir y me quedo pegada a la pequeña ventana de mi habitación. Me duele el cuerpo. Tal vez el suelo no es el mejor colchón. La vista del cielo rojizo del amanecer, los sonidos intensos de las voces en el cielo y la silueta de las casas celestes prometen otro dÃa de hallazgos extraños en una ciudad donde el lÃmite entre la magia y la realidad es difÃcil de reconocer.
Nuevamente el encuentro casual con Liesbeth se da en un café, una terraza a la cual yo ya habÃa ido varias veces ya que me gustaba para sentarme sola a leer y tomar un té. Me habÃan quedado muchas ganas de hablar con ella, una de las contadas personas que me entendÃa cuando hablaba de mover piezas de un rompecabezas, de no ser estable, de lo hermosa y mágica que puede ser la vida si uno se lo permite.
Luego de una larga conversación, interrumpida por algún vendedor que ofrecÃa chalinas de los colores más increÃbles, alguna mirada curiosa de los jóvenes que pasaban tomados de la mano o algún niño pidiendo comida, salimos del café a caminar hacia la nueva casa de Liesbeth. HabÃa decidido vender todo para comprar esta casa y poner allà su galerÃa de arte. Llegamos frente a la puerta de madera antigua. La abrió en cámara lenta y de golpe me vi adentro de un cuento de hadas y de alfombras mágicas. La casa era totalmente blanca y tenÃa espacios circulares, las paredes se unÃan de manera tal que uno sentÃa estar dentro de un huevo gigante y cálido. No tenÃa casi muebles. En las revistas de decoración le dirÃan estilo minimalista, Liesbeth sólo me explicó que no querÃa comprar cosas innecesarias. Lo que tenÃa era más que suficiente para vivir bien y cómoda. Me convidó con té y me contó sobre su proyecto. Se hizo de noche. Me fui de su casa sabiendo que no la volverÃa a ver.
Marruecos me obsequió estas apariciones, personas fantasmas, que desaparecen dejando una estela de ideas y sensaciones que después de mucho tiempo aún subsisten.
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