Cuando era el tiempo de las lluvias, se les llamaba "temporales", debiendo aclarar entonces que sólo tenÃan ese derecho o categorÃa cuando el mérito era frondoso en dÃas y en vendavales grandes vientos que hamacaban grandes árboles con las ramas que golpeaban tocando el suelo, y por supuesto, quedando algunos con un muñón abierto al cielo cuando el escampe era seguro y un solcito tÃmido aparecÃa luego del arco iris.
Uno, como en el poema de Tuñón podÃa pensar en cementerios abandonados o en barcos que naufragaban o en islas que iban constantemente a la deriva. Aquellas islas que se llevaban los sueños, pero que quedaban adheridas a la materia con que los poetas arman sus versos, nos dan ese alimento que no tiene precio porque si bien no se vende, es el alimento que nos hace vivir, que no nos deja tan inermes ante la posible muerte de los sueños, que se hacen, se formulan y se comparten en un espacio que se nos torna insustituible. Forman, por decirlo de algún modo aquello tan inasible que no podemos nombrar ni definir. Porque como alguna vez dijo Juan L Ortiz "la poesÃa es tan indefinible como el amor". Sólo sabemos que tiene que ver con las palabras y con los sentidos, con aquellos que nos hace más humanos, menos miserables, más próximos a la dúctil sensibilidad de los niños.
Todo esto me pasa porque esta lluvia de algún modo invade hasta el más recóndito de todos los recuerdos.
Esos recuerdos tienen que ver con los años idos, con las vidas de hombres y mujeres que arracimaron una parva de anécdotas, de situaciones, de dÃas que se ensañaron en la carne, de rostros queridos, de rostros que aparecen desde lo más remoto de los tiempos.
Y piden su lugar en mis historias, en la simple vida de todos, girando, girando en los amaneceres y agonizando con todos los crepúsculos.
Esos atardeceres que precedÃa las noches cerradas, pero que en sus última luz tal vez mostrara contra el horizonte un grupo de jinetes con sus sombreros que le comÃan los rostros cubiertos del polvo que las tareas a cielo abierto con la hacienda brava les habÃa regalado en otro dÃa de esfuerzo que tal vez atemperaran con una parada en uno de los tantos boliches de las afueras y esos jinetes cansados se apearan, atando las riendas de sus cabalgaduras en algún palo de ñandubay que oficiara de improvisado palenque y bajaran a tomar un par de copas para sus gargantas resecas y aflojara esos cuerpos que venÃan atenazados sobre los caballos, sentados sobre esos aperos sudados y luego seguir hasta sus casas donde en casi todos los casos una mujer con una ronda numerosa de hijos los esperara con la cena, de la cual darÃan cuenta muy pronto y que empujada con un par de grueso tinto llegara más rápido al estómago. Y luego el hombre sacarÃa una silla al patio de tierra apisonada, y en la oscuridad, armarÃa un cigarro y lo fumarÃa en silencio y sumo placer merecido. Los vecinos saludarÃan a ese hombre, o mejor a esa brasa que brillaba en la oscuridad de la noche, hasta que el hombre abandonarÃa esa silla e irÃa con sus huesos molidos, a depositarlos como una bolsa muerta sobre el humilde colchón de chala donde muy pronto también llegarÃa esa mujer que compartÃa esa vida de penurias con él y sus hijos, en esa casa humilde, en el mejor de los casos de ladrillo sin revocar y en el peor, un rancho de adobe con techo de paja, que una caterva de perros llenarÃa de huesos y no faltarÃa alguna gallina flaca que picoteaba en el medio de la mañana soleada esos granos de maÃz o de trigo que la mujer arrojarÃa con desgano, mientras que en la otra mano llevarÃa un mate, único desayuno antes de empezar con las tareas domésticas, luego de que los hijos se hubieran ido a la escuela.
Su hombre en cambio, habrÃa salido antes del alba, cuando recién cantaba el primer gallo, luego de ensillar prolijamente uno de sus caballos, luego de tomarse sus mates.
Como la calle en que vivÃa era la última del pueblo, no le costarÃa mucho tiempo encontrar ese callejón que lo llevaba al ancho camino de esa gran estancia donde trabajaba, y que irÃa a su vez despertando para las distintas tareas.
Entonces el hombre, inclinando levemente el cuerpo hacia delante, apretarÃa con sus espuelas las verijas el alazán y al galope incipiente lograrÃa una regularidad en su ritmo y todos los ruidos del campo al despertar lo recibirÃa con ese aire puro que le llenarÃa los pulmones y el corazón de una dicha conocida, que no por repetida lo abandonaba ese dÃa.
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