Anoche la volvà a ver. Con mi innata vocación de detective pude seguir cada uno de sus movimientos. No usó el servicio de taxi esta vez, raro en ella. Acostumbrada a contar sus problemas a extraños, el taxista era su psicólogo favorito. Vomitaba sus penas en el asiento delantero del acompañante y al apearse, se sentÃa más aliviada. Subió en el 107 en esta oportunidad, a dos cuadras del departamento en donde vivimos durante diez años. Eligió a una señora que viajaba sola, sentada en un asiento doble, como vÃctima en esta oportunidad. Con la ganzúa del clima, abrió la conversación. "Parece que va a llover ¿No?/ Está anunciado para la noche.../ Voy a visitar a mi ex, está internado, intento de suicidio / Al menos se salvó el pobre/ No vaya a creer, está a punto de lograr su objetivo, hace tiempo que viene suicidándose dÃa tras dÃa, no tuvo el coraje de matarse en un solo acto.../ Pero para mà que no aguanta hasta la noche, se larga en un rato nomás, permiso, me bajo en la esquina.../. Molesta por la interrupción abrupta de su catarsis, descendió dos paradas antes de lo previsto. Caminó entre miradas, piropos y algunos bocinazos que encendieron mis celos como el primer dÃa. Escuché el taconeo cada vez más fuerte acercándose a mi cama, me desperté sobresaltado y me encontré con el mismo panorama de siempre, mi doctor de cabecera y sus dos practicantes. La sonrisa falsa del profesional desentona con el gesto serio de sus acompañantes, sobretodo del más alto, quien abrazado a mi historia clÃnica me mira fijo como preguntándose cómo es que estoy vivo todavÃa. Fundamentalista de la ciencia, parece ignorar por completo que el amor, el odio, la imaginación, el deseo, entre otros misterios humanos no figuran en ningún análisis. Los pacientes de la sala tres del Hospital Alberdino pedimos otro milagro que un nuevo amanecer. Sabido es, que ante decisiones importantes y frente a la muerte misma, nos encontramos solitos con nuestras almas, más en mi larga estadÃa en la cárcel blanca aprendà todo sobre el insoportable aburrimiento previo a la partida. Aprisionado entre la pared a mi derecha y un sufrido enfermo a mi izquierda, quien sólo usa el idioma para pedir calmantes, sumado a mà negación a los crucigramas, decidà formar rompecabezas virtuales sobre el cielorraso de la habitación con pedazos de recuerdos que traigo en mi memoria. Como quien descarga el doble seis para comenzar una partida de dominó, hace unos dÃas que inicio el juego con la misma imagen. Proyecto mi pelÃcula del ebrio inquilino de la pensión La Vitamina, el único adulto que se paraba para hablar con nosotros en los tiempos en que el barrio todo nos habÃa etiquetados como adolescentes molestos. Nos daba la mano, mientras se presentaba educadamente,"Juan Carlos Perdedor, cantor de tangos". Eterno integrante de una caravana que giraba en cÃrculos, siempre nos regalaba su versión de "Confesión", para después transpirar gotas de alcohol y rencor en su repetido discurso. "Todas las mujeres no están locas, sólo las que son madres. El hombre sirve para un rato. El amor no existe. Esas son las cosas que deberÃan enseñarles en la escuela". Acomodo la siguiente pieza, encaja perfectamente en mi juego de techo. Mi último encuentro con Raquel. La única vez que habló más que yo. Fueron pocas sus palabras, las suficientes para ahogarme en el silencio. "Muchas cosas en poco tiempo las que tuvimos que vivir. De nada sirve buscar culpables. Enloquecà dos veces, cuando la parà y cuando la perdimos. No sé si voy a poder conmigo. De lo único que estoy segura es que no podré cargar con débiles". Todas las noches me duermo pensando en ella, deseando despertarme con la presión de sus labios contra los mÃos. Esta noche cambiaré de estrategia. La imaginaré a mi lado, como antes, para que a la mañana siguiente, antes de marcharse, me deje el tan ansiado beso de despedida.
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