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Viernes, 14 de noviembre de 2014
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La danza del vikingo

Por Fernando Avilés
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Su melena simulaba un ventilador en máxima potencia, dibujaba círculos al ritmo de la música, círculos salvajes y fosforescentes. Trenzas iluminadas, verdes, amarillas y violetas, conformaban una rueda mágica en la que la multiplicidad de colores terminaba arrojando una única tonalidad difusa. Cuando dejaba de girar la cabeza, acompañaba la danza con pequeños saltos y de a ratos lanzaba gritos tribales. De fondo, los sintetizadores sonaban en su versión más tecno y emitían sonidos nórdicos. En el turno de las estrofas, Zhala corría de un lado al otro del escenario. Lo hacía sin ningún tipo de línea rectora. Pura pulsión. Corría como una niña y cantaba, en inglés, melodías con reminiscencias vikingas. Arriba eran ella y su melena multicolor, con un fondo también multicolor, y nadie más. El resto, los sintetizadores pre programados, automatizados. El resto, debajo del escenario, miles de brazos sacudiéndose a lo alto, librados también a una pulsión quizás sin naturaleza más que la del propio momento. Cuerpos aparentemente aislados, ojos cerrados. El resto, mutismo social. A lo lejos, detrás del público, el auditorio se presentaba como una masa homogénea con vida propia, un único ente cuyas células se conectaban entre sí a través de la música de los altoparlantes, transformados en una suerte de orador. De ellos parecía salir el discurso que moldeaba la conducta de los cuerpos. Del cuerpo.

Zambullirse en ese auditorio implicaba esquivar cientos de botellas de agua y latas de cerveza que se amontonaban como caracoles sobre el fondo del mar, sobre el fondo de esa marea humana. Remover los caracoles, hacer huecos, es la tarea del buzo que pretende caminar seguro sobre un suelo oceánico donde la gravedad invita a flotar. Los brazos en alto se convierten en algas marinas que se menean por las corrientes de agua parsimoniosas. Slippin' around, slippin' aroooound, canta Zhala. Y las algas se deslizan alrededor, buscando una compañera para sus juegos, palpando extremidades, acercando caricias relajadas. Ante semejante escenario, el buzo cree estar frente a una verdadera comunidad coral en pleno proceso de reproducción. Pide permiso, pero al no recibir respuestas se sumerge de lleno en la profundidad. Quiere descubrir ese nuevo mundo marino que, curiosamente, se alimenta de la música. Entonces, descubre que las algas no son las únicas moradoras del Báltico. La diversidad de flora y fauna conviven simbióticamente en un entorno armonioso, pero también salvaje. Plantas carnívoras y tiburones están al acecho de todo organismo que se atreva a pasarlos de cerca. Pero no hay peligro. Es todo parte del mismo juego. La música emite la gravedad y los cuerpos la regulan con sus brazos. Los reflejos que asoman son luces que provienen del cielo, que buscan poner foco sobre la naturaleza humana en expansión. Y en la proyección de la luz, surge una serie de instantáneas. Delfines hembras juegan a amarse. Posan trompa con trompa ante cada relampagueo del flash y mueven sus aletas imitando la naturaleza de las algas. Giran en círculos flotando a media altura. Cuatro, cinco, seis delfines hembras son ahora las que entran en el juego. Se turnan entre ellas. ¿Quiénes son estos Delfos que habitan las gélidas tierras del norte? Seres platinados en eterna inocencia. Porcelana inquebrantable. Esto mismo pensaba el buzo cuando la música se detuvo abruptamente y la gravedad devolvió la densidad de la materia a su estado más real.

Sintiendo todo el peso de su escafandra, el buzo, que hasta hacía un rato estaba jugando a ser Jacques Cousteau, se aleja de los montículos de latas y botellas esparcidas por toda la Plaza Joan Coromines y emprende el regreso a su guarida. En el camino, sus pensamientos lo llevan a las conocidas tierras australes. Y evocando su continente, con cierta contrariedad y desánimo, una sensación lejana le hace pensar en la inevitable fragilidad de lo justo y lo necesario.

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