La primera vez que partà lejos no pude hacer la valija yo sola. Llamé a una amiga con una excusa: era práctica. Ella me ayudarÃa a llevar sólo lo importante. Sin embargo, todo lo imprescindible quedaba desparramado en mi casa entre los manteles, las despedidas de amigos y los mates frÃos de mi hermana. Mi amiga me armó una impecable valija monocromática que pesaba menos de veinte kilos. Esa vez, fue fácil. PartÃa a un paÃs limÃtrofe de lengua dulce. El cambio de moneda no me favorecÃa. Me comunicarÃa diariamente por Skype y sólo llamarÃa por teléfono para el "DÃa de la madre". Todo se dio tal cual. Esa fue la primera vez que me mentà queriendo convencerme de que la distancia no existÃa.
Pero esta vez era más difÃcil. La valija que habÃa que cerrar no irÃa conmigo. Mi compañero no habÃa logrado hacerle frente a la situación, a horas de viajar. "Me da cosa", confesó. Tal vez por eso sumo de manera desacertada: un saco copado que nunca usarÃa, una pantalón de vestir que le resultarÃa muy liviano para el frÃo europeo y otros seis pares de medias. Partió un domingo al mediodÃa. El sol anunciaba el calor que nos azotarÃa los dÃas venideros. Lo saludé. Estuve a punto de largarme a llorar pero no lo hice. CreÃ, de manera razonable, que era mejor que él me viera entera. Repetà varias veces, el gesto de abrazarlo fuerte que habÃa aumentado en los últimos dÃas. El subió a la combi y yo, al departamento. Puse la pava al fuego y comencé a ordenar. La casa habÃa quedado devastada. Mi hogar se habÃa convertido en un depósito de basura reciclable, ropa para regalar y cosas por despachar a la casa de mamá. La noche anterior, habÃamos cenado llenando el tiempo de momentos que vivirÃa, de lo feliz que estarÃan sus hermanas de verlo y de aquellos lugares impensados que iba a recorrer con la mochila al hombro. La promesa de no enamorarnos de otras personas era un lugar precario pero tranquilo, al cual podÃamos volver si en esos meses, nos sentÃamos desorientados.
Aún no ha pasado tiempo considerable desde su partida. La casa está inhabitada. Llego sólo para dormir y volver a prender la computadora después de una jornada de trabajo. En la heladera, ahora de estudiantes, sobreviven algunos dulces perdidos que escondo detrás de la mermelada para no devorar mis únicas provisiones. El sol hostiga persianas y plantas. Me llegan mensajes del otro lado del océano que hablan de lugares y emociones que se dimensionan en calificativos casi escolares. Al parecer, los únicos ciertos en estas ocasiones: "Todo es hermoso. No puede ser más lindo". De este lado, mis dÃas se califican con palabras más húmedas o climáticas. Por aquÃ, todo es rutina y soledad. Debe ser esa soledad con la que no me animaba a quedarme. La misma que ahora, me desanima a la hora de cerrar mi valija. Por alguna razón, cerrar la valija me remite al final de un féretro. Hay algo de lo que se va que ya no vuelve o que volverá, pero en otro cuerpo, en otra voz, en otra mirada.
Me pasó a mi regreso. Le sucederá a mi compañero en el suyo: la terrible sensación de sentirse y no, descansado en una casa propia que por momentos se desconoce. Una casa que hay que volver a habitar porque ha envejecido. Viajar también es morir un poco. Trasladarse implica tener que elegir el peso que soportará la espalda, parte de ese cuerpo cansado de dormir en camas ajenas. Elegir qué cargar necesariamente conlleva una decisión inevitable de qué dejar. Los recuerdos no son ajenos a esta selección voraz y la memoria es silenciosa pero verdadera. Esta misma memoria de la que hoy reniego, será la que dentro de unos meses y en la incompletud que la caracteriza, nos permita intentar un nosotros en el que volvamos a conocernos.
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