La última cucharada de nutella lo terminó asqueando. Estaba sentado frente a la computadora con los pies sobre la mesa y como un resorte se levantó y enterró la cuchara sobre la crema que quedaba en el frasco. Agarró el cenicero colmado de colillas y se puso a fumar un cigarrillo al lado de la ventana. Era medianoche y en la calle apenas transitaban unas pocas personas que, pensó Gustavo, quizás volvÃan a sus casas. De fondo sonaba una canción de Rufus Wainwright. Estaba un poco más tranquilo. Esto significaba que habÃa empezado a madurar algunas ideas. Pero todavÃa le retumbaban en la cabeza las palabras que le habÃa dicho Nicolás esa misma tarde. Un paso que das acá es otro que te alejás de allá. Le dijo eso y otras cosas. Pero esa frase condensaba de alguna forma el desfile agridulce de organizaciones, despedidas, planes, dudas, anticipaciones, recorridos. Mientras le daba una bocanada profunda al cigarro pensó en las consecuencias y se perdió en un laberinto ajeno. Un laberinto impiadoso con muchas salidas pero con pocas alternativas para terminarlo con vida. Sintió la nicotina en el centro del occipital y tuvo su segundo de felicidad. Olvidó el laberinto de ideas y se sumergió en la mamposterÃa de los edificios modernistas de enfrente. Siguió el dibujo que trazaban las curvas sinuosas y miró en detalle las gárgolas con formas de murciélagos que colgaban de los remates. Minutos atrás las criaturas habÃan estado escupiendo agua a raudales. La lluvia habÃa pasado pero la noche estaba perdida. Noche de lluvia, pensó Gustavo mientras pitaba el pucho con intensidad.
No es fácil tener un duelo a distancia. Yo lo vivà con mi viejo y todavÃa tengo la espina clavada. Se te muere una persona y no la pudiste saludar, no la pudiste abrazar, no le pudiste decir que la querÃas. En ese momento Gustavo sintió una fuerte empatÃa con Nicolás. No eran amigos, apenas se conocÃan, pero tuvo la sensación de haber burlado por un instante el infranqueable muro de la alteridad. Se sintió más vivo que nunca y reprimió el desahogo cuando vio que los ojos de Nicolás cambiaban de aspecto, y entonces le dio una palmada en el hombro. Mi vieja tiene sesenta y cinco y yo voy una vez al año a visitarla. Ya estoy mentalizado de que como mucho la veré otras veinte veces en toda mi vida. Pero sé que es asà y me hago responsable de esto. Es lo que elegÃ, le dijo después. Y, ahora, mientras aplastaba el filtro del cigarrillo en el cenicero, Gustavo pensó que no habÃa elegido nada todavÃa. Un billete de regreso era una garantÃa. Una familia era una garantÃa. Amigos esperando, también. Pero las garantÃas, como todo en la vida, son volátiles, como lo son los deseos y los proyectos. Entonces, Gustavo se imaginó pasajero de un convoy en constante movimiento y con rumbo incierto. Se imaginó que el tren nunca se detendrÃa, que sólo un obstáculo en medio de las vÃas le pondrÃa fin al recorrido y que llegado el caso los vagones quedarÃan en medio del camino. Una vida vieja sin nada a cambio.
Volvió a sentarse frente a la computadora y apoyó de nuevo los pies sobre el escritorio. Intentó retomar algo que venÃa escribiendo pero no lograba concentrarse. PodÃa ver que la pantalla de la notebook estaba manchada con nutella. Pasó el dedo sobre la crema y luego se lo chupó. El sabor dulce lo devolvió a un clima doméstico. A las meriendas. Y se perdió en los recuerdos, como si su vida entera hubiera pasado ante sus ojos. Entonces pensó que en Argentina lo habÃa dejado todo. Toda una vida. Treinta años de personas, de amores, de rincones, de aromas. Todo eso pasaba ahora a la historia. Una historia que con los años irÃa olvidando selectivamente para ser cada dÃa un poquito más europeo. ¿QuerrÃa eso? No se lo podÃa responder porque tampoco estaba seguro de su vida en Argentina. De repente sintió que perdÃa el oxÃgeno. Intentó mantener la calma pero finalmente volvió a levantarse para fumar. Afuera habÃa vuelto el diluvio. Eran las dos de la mañana y en el atado quedaban cinco cigarrillos. Quizás eran suficientes para aguantar hasta que termine la lluvia.
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