Primero era como una pátina oscura, luego con las reverberaciones de sol empezaban a aparecer los árboles y el carbón cambiante de los pájaros.
"Dulce es estar tendido entre los árboles", escribÃa Juanele Ortiz.
En el cielo un poco más tarde jaspearÃan unas nubes leves, menos que nubes, flecos y a veces pudo ser una lÃnea como un hilo destejiéndose en la tersura de ese cielo chato, brillante casi austero en la plenitud del Sur.
Si uno podÃa quedarse un tiempo observando ese espacio que a pleno sol brillaba, irÃan apareciendo en formación marcial aquellas aves silvestres que irÃan cruzando esa lámina estática hacia distintos puntos, esos destinos que para nosotros era un misterio. ¿BuscarÃan alimentos, refugio, otros cielos? ¿Tal vez otros destinos, impenetrables a nuestro razonamiento humano? Si iban alto, muy alto, podrÃan ser los sirirÃes. Según el viento uno podrÃa oÃr ese grito que los identificaba y les daba el nombre. O los crestones con un ruido más ronco y a veces en silencio oscuro como un tejido denso. O los zambullidores que en su pequeñez chillona alborotaban el aire, se chocaban con los chorlitos o los tordos, que iban de carbón pesado, no en bandadas, sino sueltos y que no pasaban casi nunca la media docena. Después estaban los gorriones, arbitrarios, rebeldes, erráticos y bulliciosos siempre. También habÃa pirinchas, tijeretas, y las calandrias tan dispuestas siempre a la pelea.
También podÃa cruzar esa pareja de horneritos, tan pacÃficos y laboriosos, que nunca se metÃan con nadie, observando algún charco con barro blando, si era la época de hacerse la casita y nido consecuente. Y en esos charcos nunca faltaba alguna mariposa.
Esto era lo que sucedÃa en los veranos, por el aire y que no se modificaba demasiado en el resto de las estaciones.
Abajo estaban las casas y las calles, los vehÃculos que cruzarÃan esas calles, con sus mercaderÃas, si venÃan de otros lados, con los granos y los tarros de leche si venÃan del campo. VehÃculos a tracción a sangre, es decir, tirados por caballos, pero también habÃa "motores", como llamaba Cesare Pavese en su poema Los mares del sur. Pero en aquel tiempo eran los menos y no esta proliferación actual con los adelantos tecnológicos que facilitan extraordinariamente todo.
Después estaba el campo con su clásica variedad de sembrados y animales para las tareas rurales de entonces.
Y luego, en último lugar, estábamos nosotros, con nuestras obligaciones y nuestros entretenimientos simples que no incluÃa juguetes, salvo excepciones. Pero esas carencias no obturaban la alegrÃa sino que incentivaba la imaginación, de por sà frondosa en la mente de un niño y como tenÃamos lo más preciado a mano, una libertad segura, ¿de qué peligros nos podrÃamos prevenir o asustar?
HacÃamos de cualquier falta una virtud, y los más hábiles -no era mi caso- fabricaban sus propios juguetes, supliendo la falta de medios con la creatividad incansable e innata de los niños, que la vida irÃa mellando.
Y si hay un sueño que no se cumple, siempre queda el recuerdo de aquella bandada de gaviotas blancas o esas pocas garzas moras atravesando alto, muy alto, el más alto de todos los sueños.
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