Apenas nos declarábamos en la cara la palabra Traición. Mi hermano y yo llegábamos a ser, a duras penas, dos conocidos. Yo sabÃa de él lo inocultable: su malicia; y el sabÃa de mÃ, acaso, que me llamaba Norma, que conmigo habÃan venido algunos de sus males, y que a los otros, los habÃa atraÃdo mi ojo desviado. "Uno está aquÃ, ahora, mirándome. Pero, ¿y el otro?", decÃa, "El otro está mirando al diablo, Normita, al diablo". Yo morÃa de miedo porque no podÃa ver de lleno a ese diablo que nombraba. Sà veÃa, en cambio, una delgada lÃnea roja que recorrÃa los contornos de mi ojo; antes yo estaba segura de que se trataba de un simple derrame, pero ¿y en ese momento? que lo que creÃa y el espejo revelaba como una pequeña hemorragia no era ya más un poquito de sangre en el ojo, sino la cola de un diablo, ¿qué debÃa hacer? ¿Estaba perdida? La idea me atormentaba.
Yo le creÃa porque cuando me lo decÃa, los ojos se le ensanchaban en las mejillas, redondos, gordos y celestes; abrÃa la boca inmensa para decirlo, como cuando se confiesa un gran descubrimiento. El sólo hecho de ser mayor que yo le otorgaba un don con el que lograba convertir en realidad todo lo que decÃa. Yo todavÃa era blanda, no habÃa sido traicionada porque no habÃa notado aún las traiciones; todo lo que me ocurrÃa eran padecimientos de culpa propia, por llevar el diablo adentro, por estar maldita.
Un fuerte chaparrón, una noche, invitó a mis padres a irse a la cama temprano. Nosotros habÃamos quedado en la calurosa galerÃa con la luz cortada. La llama amarilla de una vela dibujaba la cara de mi hermano, las puertas y los ventanales vibraban por los truenos. "El Nene", que asà lo llamábamos en mi casa, tenÃa la mirada clavada en la mesa de madera, inmóvil; yo miraba esa inmovilidad pero no me atrevÃa a quebrantarla con alguna palabra. ¿En qué pensaba tan duramente? La luz blanca de un rayo le desfiguró las lÃneas que habÃa formado la vela, su mueca se volvió más gruesa, siniestra. Esperó el trueno y junto con el retrasado ruido me miró fijamente; nos quedamos mirándonos unos instantes.
Cuando no pude sostenerle más la mirada y bajé los ojos, él apagó de un soplido la vela y soltó una carcajada enorme y maldita. Yo me sostuve las rodillas y metà entre ellas mi cabeza, los rayos seguÃan refulgiendo en el cielo. Su voz, muy lejos, ya perdiéndose en los pasillos de la casa, dijo: "No le tengas miedo al diablo, nena, no te va a agarrar. Ya lo tenés adentro: en tu propio ojo".
No sabÃa qué hacer con ellos (con mi hermano y con mi ojo). Un dÃa probé de arrancarlo, en el áspero galpón que tenÃamos al fondo del patio. Revolvà el cajón de las herramientas, mi padre era veterinario asà que siempre habÃa dando vueltas algún bisturÃ; lo tomé decidida y con mano firme, pero cuando sentà la espina helada de la gillete en contacto con el párpado y después el filo, que hizo caer tres gotitas rojas en el cemento, me ardió demasiado la vista y tuve que detenerme. Mamá irrumpió en el galpón y de un zarpazo me tomó por el hombro arrojándome al patio y gritando como una loca que la Nena, o sea yo, le habÃa salido mal de la cabeza y que por qué Dios la habÃa castigado de ésa forma.
Me encerró en la pieza y allà me dejó, como una más de mis muñecas, sin agua y sin cena durante dos dÃas. El Nene me mandaba notitas por debajo de la puerta, por la noche hacÃa ruido de pasos y respiraba en el pasillo. Yo lloraba largamente bajo las sábanas cuando desde el techo veÃa volcarse sobre mà cada una de las telarañas; lÃneas rojas, como espadas, descendÃan hasta mi cuerpo casi embalsamado por el miedo y se introducÃan una a una en mi ojo que mira al diablo. Casi tengo la certeza de haber oÃdo a mi hermano susurrando cada cosa que iba ocurriendo, como si él supiera, presagiase o provocase cada uno de aquellos acontecimientos macabros.
...
Yo tenÃa una amiga nueva, Mónica. Moniquita. Nos hicimos Ãntimas, pasábamos todas las tardes jugando en su casa.
Un desgraciado dÃa decidió aparecerse en la mÃa y darme la sorpresa. Mi madre la hizo pasar, yo la llevé directamente al patio donde jugamos con mi gatita Rosa toda la tarde. Cuando mi hermano salió al patio (creà que para sabotearme la alegrÃa una vez más) y nos vio, se tomó la cabeza con las manos y se metió de nuevo a casa. Yo fui, espantada por su expresión, a preguntarle qué ocurrÃa. Me dijo que Rosa se iba a morir de pestemona, "¿No te das cuenta?" decÃa, "¿No te das cuenta que esa chica está enferma? ¿No le ves todas las pecas que tiene en la mano? Le va a agarrar pestemona a Rosa, vas a ver, en uno o dos dÃas se muere, por tu culpa. Se le van a meter todas esas pecas en los órganos y se va a morir". La profecÃa de mi hermano habÃa sido arrojada al mundo al salir de su boca, como siempre.
Me sequé las lágrimas y le pedà a Mónica que por favor se vaya, que ya era tarde.
A los tres dÃas, Rosa murió. La terrible profecÃa se habÃa cumplido al pie de su voz. Él era, para mÃ, poderoso y atemorizante; no puedo sino recordarlo enorme, de espaldas muy anchas, con los ojos más grandes y más celestes que haya visto alguna vez.
...
Mi traición fue juntarlos, al Nene y a Moniquita.
Logré que ella venga a casa cada vez más seguido, la invitaba a dormir, a comer. El, desconcertado, me repetÃa con desesperación todos los dÃas aquellas palabras sobre la terrible enfermedad de la pestemona, que me iba a morir, que estaba loca; pero en secreto yo llevaba al pie de mis acciones mis estrictos recaudos de higiene. Enferma y todo, ella se habÃa convertido como en mi hermana, y me daba no sé qué empujar a esa nueva hermana a los brazos del Nene, el brujo aquel.
Yo permitÃa animosamente que Mónica se mida mi ropa, que era bien más ceñida que la suya y resaltaba el busto que ella ya tenÃa y que yo no, mis vestidos marcaban cada una de sus curvas prematuras. Y mi cruel hermano no podÃa evitar ese desierto en la boca de observarla vestirse por el filo de la ventana de mi habitación. Yo habÃa descubierto, después de tantos daños, aquella debilidad suya, que era como haber encontrado la lanza destinada a ser clavada únicamente en el pecho de su maldad.
Al pasar de un mes logré engañarlo por completo, conseguà que se rectifique con respecto a su diagnóstico errado sobre la enfermedad pestemona y mi amiga. "¿No ves? ¿No ves que yo no tengo nada y pasamos todo el dÃa juntas?", le decÃa, mientras revelaba mis dos manos blanquÃsimas, sin pecas. Aceptó que la muerte de Rosa fue sólo una casualidad. La traición es un juego de poderes. Eliminé cada una de las cosas que lo separaban de Mónica.
A los dÃas el Nene ya estaba charlando amenamente con ella en el patio, dejé que mis vestidos ajustados y los atributos de una casi mujer lo atraparan. Los dejaba solos a los dos largo rato y los espiaba, desde el oscuro galpón donde un dÃa me tajeé la cara. Con los dedos temblorosos bordeaba los contornos de esa cicatriz.
Por fin el tÃmido beso.
Estaba hecho. Mi hermano habÃa enfermado de pestemona. Yo habÃa lanzado contra él su propia profecÃa, y al pensar en ésto el ojo que mira al diablo me arde bastante.
A la semana cayó en cama; conté ansiosamente los dÃas. Los médicos dijeron que habÃa pequeñas manchitas en sus órganos, que era un caso único en el paÃs. HabÃa poco para hacer, dijeron, con una enfermedad asà de poderosa y nunca antes descubierta.
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