Cerca de las ocho de la mañana habÃa escuchado las sirenas de los patrulleros y el estruendo que hicieron los policÃas al entrar al edificio. Antes de eso no se oyó ni siquiera un grito. Era sábado y yo podÃa dormir un poco más, asà que me quedé en la cama. No intervine por agobio. Mis vecinos del primer piso siempre discutÃan y la mayorÃa de las veces alguien (uno de ellos o los vecinos menos pacientes) llamaba a la comisaria para que los obligara a terminar la pelea. Las paredes de nuestro pequeño edificio de cuatro unidades son tan finas que se escucha todo; llegué a oÃr conversaciones enteras y otras que completé con la información que ya tenÃa de antes. A pesar de que se escuchaba todo de todos, los vecinos del primero "A" eran los más escandalosos. Jóvenes, prepotentes, inmaduros, pensaba yo con fastidio.
Cuando la mujer policÃa golpeó la puerta de mi departamento hacÃa por lo menos una hora que estaban en el piso de arriba.
--¿Puede cuidar al menor hasta que aparezca algún familiar o responsable? - me preguntó.
Yo no veÃa a ese bebé desde que le llevé de regalo un sonajero violeta apenas vino del hospital, cuando nació. Era precioso, como los que salen en las propagandas de las revistas. Saqué cuentas y supuse que en ese momento en que me lo trajo la policÃa tendrÃa seis o siete meses. El estaba tranquilo incluso parecÃa feliz. Lo paseé a upa por toda la casa hablandolé, cantando las partecitas de canciones que me acordaba. Se escuchaban las pisadas firmes de los borceguÃes en el piso de arriba y el llanto aniñado de Carla, mi vecina. Mientras lo paseaba traté de que él no escuchara a su madre, contra quien yo empezaba a incubar una especie de bronca o recelo. Le mostraba al bebé las cosas que creÃa podÃan llamarle la atención para entretenerlo pero seguÃa pensando en lo inmadura y egoÃsta que era su mamá.
Después de un rato volvà a escuchar movimientos en el palière. No aguanté más y, apoyando al bebé sobre mi hombro para que mirara hacia adentro, me asomé entreabriendo la puerta. Como si fuera una enorme bolsa con escombros dos personas bajaban un cuerpo que sin dudas era el de mi vecino. Se me aflojaron las piernas. ParecÃan paramédicos y el muerto ahuecaba una lona grisácea que a pesar del esfuerzo de ellos cada tanto golpeaba los escalones haciendo un ruido escalofriante.
Un cuerpo muerto, asà sea de un extraño tan intrascendente como ese hombre, duele. Duele ver esa inapelabilidad de la muerte, sentir ese olor que denuncia que pase lo que pase siempre nos echamos a perder. Mientras intentaba cerrar la puerta la misma mujer policÃa que habÃa golpeado antes me pidió entrar. Y en esos pocos segundos que pasaron vi bajar a mi vecina esposada, mirando el piso. Seguro no sabÃa que su hijo estaba conmigo pero me sorprendió que ni siquiera lo buscara con la mirada. Tuve el instinto de llevárselo para que le diera un beso, pero por suerte no lo hice. Ella rebotaba en cada peldaño, como si no pudiera flexionar las rodillas para suavizar el movimiento. En la nuca, debajo del rodete medio desarmado que le levantaba el pelo, tenÃa un tatuaje, AMOR, leÃ, entre dos corazones desdibujados.
- ¿Lo mató ella? - pregunté con un nudo en la garganta. De no ser por las esposas que le habÃan puesto a Carla yo jamás hubiera llegado a hacer esa pregunta. No la creÃa capaz de matar a nadie, por el contrario, la veÃa en peligro con ese hombre que se iba a las manos con tanta facilidad.
- Estamos investigando - respondió la policÃa mientras me entregaba un bolso de tela celeste y blanco, con pañales, un cambiador, mamadera y dos o tres mudas de ropa- . Necesito sus datos y un número de contacto. Esta gente es de San Justo y nos está costando ubicar a los familiares. El bebé se llama Mariano - dijo, antes de irse.
Fue en ese momento, después de cerrar la puerta, que se me ocurrió hacer lo que hice.
El bebé tomó la mamadera en mis brazos mirandomé fijo y sonriendo. ¿Qué pasa, lindo? ¿qué pasa, mi amor?, le decÃa yo y él se reÃa con ganas. Cuando sonreÃa, la leche le chorreaba hasta el cuello repleto de pliegues y se quedaba en su babero azul. Era hermosa la sensación de su cuerpito tibio en mis brazos, y el olor que producÃa la mezcla de su piel, la leche y el perfume que por última vez le habÃa puesto su mamá.
Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón, le canté hasta que se durmió. No tuve ganas de acostarlo, lo sostuve meciéndolo un largo rato. Después lo dejé en mi cama y revisé el bolso. Todo estaba ordenado, muy prolijo. HabÃa cremas para las paspaduras, para el sol, algunos juguetes pequeños. Todo olÃa a bebé. El bolsito, el perfume, la respiración de Mariano tan cerca, todo me fue llevando en la misma dirección. Adentro del bolso también estaba el sonajero violeta que yo le habÃa regalado. Quise reaccionar impulsivamente, no como antes, no como siempre. Traté de evitar las largas elucubraciones en las que me meto para no accionar.
Se fue haciendo de noche más despacio que de costumbre. En el primer piso los ruidos disminuÃan a medida que la luz de la luna crecÃa en mi ventana. Los teléfonos no sonaron en todo el dÃa. Yo trataba de alargar los minutos mirando al bebé, oliéndolo, escuchándolo. Cerca de las nueve, mientras Mariano dormÃa, salà a la puerta y comprobé que ya no habÃa patrulleros ni agentes de policÃa; nada. Fui hasta la cochera y en pocos minutos tenÃa mi auto con el tanque lleno estacionado a media cuadra de casa. Volvà y el bebé seguÃa durmiendo. Se lo notaba feliz, cómodo. TodavÃa incontaminado por el dolor. Mi tarea era que jamás lo imaginase, que nunca supiera que harta de los golpes su madre mató con una precisa cuchillada en el pecho a su papá. Yo querÃa que él creciese sin tener idea de que recién tres horas después de atacarlo en la cama llamó a la policÃa, y que al llegar la encontraron dándole la teta a su hijo, con el bolsito armado y el pañal recién cambiado. Ese bebé de ojos pardos y poquÃsimas pestañas rubias se merecÃa una historia diferente. Una casa como la mÃa. Un amor como el mÃo. Yo podÃa mantenerlo sin necesidad de trabajar, sin necesidad de recurrir a un hombre que pudiera hacernos mal. TenÃa todo el resto de mi ordenada y solitaria vida para dedicársela a él. Mi misión era arrancarlo de ahà para que no lo tocase el pasado, porque con sólo rozarlo lo iba a destruir para siempre.
Me recosté un rato y me despertó el llanto del bebé. TenÃa hambre. Preparé otra mamadera mientras armé un bolso para mÃ. La felicidad que sentÃa al darle de comer me llenó de un coraje que jamás tuve antes. Miré el reloj, eran las dos de la mañana y hacÃa diecisiete horas exactas que Mariano estaba conmigo sin que nadie se comunicara para saber de él.
Recé antes de salir. Refrené el miedo y la ansiedad respirando lenta y profundamente varias veces. Sentà algo de culpa también. Mi propia adrenalina me dio el empujón que faltaba. Salà de mi departamento despacio, tratando de no hacer ruido. Los bolsos y Mariano pesaban mucho, pero caminé de un tirón todo el trayecto desde el palière hasta mi auto. El, con su silencio, fue mi cómplice perfecto. Lo acosté en el asiento trasero y acerqué lo más que pude el de adelante para que lo contuviera. Và como la luz anaranjada de la calle le iluminaba la carita relajada, sonriente. Después arranqué. El resto de la historia ya no tiene ninguna importancia.
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