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Sábado, 21 de marzo de 2015
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El hombre que se hizo fábrica

Por Javier Núñez
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Empeñado en contradecir a su padre que ya le había dicho en reiteradas oportunidades que escribir era una pérdida de tiempo , en cuanto vendió su primer cuento fue corriendo a mostrarle el cheque de setenta y cinco dólares que era algo así como seis veces la paga semanal estándar de principios de 1880. El padre, un inmigrante alemán de clase media que estaba convencido de que el trabajo duro era la única posibilidad de progreso, miró la cifra con desdén y le devolvió el cheque. "Va a ser mejor que escribas muchos de estos", le contestó. Edward Stratemeyer le hizo caso al pie de la letra. Escribió. Y escribió. Y escribió. Pero como ni aun así le alcanzaba, fue todavía más allá: puso una fábrica de historias en serie, como un Henry Ford de la literatura juvenil. Y montó un imperio sostenido por su ingenio y el sudor de los ghostwritersque escribían para él.

Edward Stratemeyer había nacido en 1862 en Elizabeth, New Jersey, una ciudad que en primavera engalanaban los cerezos y que ya por entonces se perfilaba como una de las más pujantes del estado. Tras terminar sus estudios, mientras trabajaba en la tienda de su padre, empezó a escribir sus primeras historias. Tenía una imprenta propia y las distribuía entre amigos y familiares, para desazón del padre que no le veía futuro alguno a la actividad. Después de algunos intentos frustrados, por fin consiguió vender su primer cuento, "Victor Horton's Idea". Le siguieron otros cuentos escritos con diversos seudónimos: escribió como Fred Frisky, como el Capitán Ravell Pinkerton, como Roy Rockwood. Había crecido admirando, sobre todo, las historias de Horatio Alger, un escritor que al parecer tenía tramas tan pobres como su prosa pero de incalculable influencia en la sociedad de la época: a lo largo demás de ciento veinte novelas, no había escapado nunca a la fórmula de personajes que iban de la miseria a la riqueza a fuerza de honestidad, coraje y perseverancia, como una suerte de predicación constante del clásico Sueño Americano. Stratemayer, por supuesto, también tenía su sueño. Y como los personajes de Alger, esperaba por su golpe de fortuna.

Le llegó, curiosamente, de la mano del mismo Alger. Para 1898 Stratemeyer se había transformado en editor del Good News, el periódico en el que solía publicar un Alger ya viejo y enfermo que se acercaba a la muerte y que no dudó en ofrecerle completar, imitando su estilo, la historia que no sería capaz de terminar. Stratemeyer hizo eso y más finalizó unos cuantos manuscritos inacabados que se publicaron en forma póstuma hasta que el éxito del Frank Merriwell de Gilbert Patten el primer héroe escolar de ficción lo empujó detrás de nuevas ideas. Pronto Stratemeyer lanzaría las primeras aventuras de los Rover Boys, que se transformarían en un éxito inmediato y se extenderían por más de 30 títulos.

Stratemeyer supo detectar la oportunidad y aprovecharla en el momento justo. La explosión de las Dime novels novelas de ediciones masivas y dirigidas a sectores populares, que se vendían a diez centavos, algo así como los bolsilibros de Bruguera que conocimos por estas pampas, con tapas de cowboys desenfundando o abriendo fuego y que cabían en el bolsillo del saco habían preparado el terreno abriendo el apetito de los jóvenes que estaban ansiosos por la aventura. En una época en que la mayoría de los libros para jóvenes tenían como objeto la instrucción moral, los libros que apuntaban al puro entretenimiento se encontraron ante un mercado inimaginable. Para su serie siguiente con decenas de miles de ejemplares de los Rover Boys como antecedente Stratemeyer logró imponerle al editor su primera gran idea: las novelas costarían 50 centavos pero saldrían con tapa dura forrada en tela. Los beneficios por ejemplar serían exiguos, pero su menor costo en relación a los demás libros de tapa dura y la diferenciación con las novelas populares la tapa dura las haría ver más "respetables" para los padres dispararían las ventas consiguiendo hacer diferencia en el volumen.

Acertó. La serie se transformó en un fenómeno de ventas sin precedentes y, cuando reeditó los libros de los Rover Boys en el mismo formato, llegó a vender más de 6 millones de ejemplares. Vendían tanto, y era tanta la demanda, que pronto comprendió que no daría abasto para escribir todo lo que se podía vender. De modo que decidió montar su propia fábrica de historias y creó el Sindicato Stratemeyer. Contrató una docena de escritores a los que les enviaba un boceto de trama, personajes e historia, que por una única paga de entre 50 y 250 dólares le devolvían el libro terminado. Stratemeyer revisaba los manuscritos, añadía chistes, recortaba o extendía para llegar a la extensión precisa de 25 capítulos por libro y los entregaba a sus ávidos lectores bajo diferentes seudónimos, pero manteniendo el control del copyright. Los ghotswriters, por su parte, no sólo perdían el derecho a reclamar otros beneficios que la paga inicial que equivalía a algo así como dos meses de salario : también estaban obligados por un acuerdo de confidencialidad a no revelarse jamás como los verdaderos autores de los libros, ni podían utilizar el seudónimo por fuera de las publicaciones del Sindicato.

Series como los Rover Boys, Tom Swift, The Hardy Boys o la célebre Nancy Drew fueron fruto de esa inagotable factoría de éxitos que fue el Sindicato Stratemayer a principios del siglo XX. Un éxito tan salvaje que, sobre un estudio realizado a más de treinta y seis mil jóvenes en 1922, se llegó a la conclusión de que la mayoría de los libros que leían los jóvenes eran productos del Sindicato. (A título personal y si me disculpan la irrupción cuando mi voz le había dado paso a la historia me permito añadir que, aunque esto parezca totalmente ajeno, que poco nos interesan los entretelones editoriales de principios del siglo pasado en Estados Unidos, mi iniciación en la lectura tantos años más tarde también está íntimamente ligada al Sindicato Stratemeyer. Porque antes de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, antes del Corsario Negro y de Sandokán, antes del Capitán Nemo o Miguel Strogoff, ¡cuántas noches habré pasado en vela, enfrascado en las aventuras de Bomba, ese joven émulo de Tarzán que acá publicó la Colección Robin Hood y que firmaba Roy Rockwood! Claro que, en ese entonces, creía que Roy Rockwood era un autor de verdad medio chanta porque le había copiado a Edward Rice Burroughs, pero un autor de verdad al fin. Y resulta que eran un manojo de empleados del Sindicato Stratemeyer que escribían de diez a cinco, marcaban tarjeta y cumplían con instrucciones tales como terminar cada capítulo con una frase que incitara a seguir la lectura para generar un producto que atrapase a los ingenuos como yo. Igual, gracias, muchachos: la verdad es que la pasé muy bien.)

La muerte de Stratemeyer, en 1930, no le puso fin a la aventura. Después de todo, había renunciado a ser un nombre vinculado a la literatura juvenil para transformarse en otra cosa: un empresario que dirigía un conglomerado de nombres vinculado a la literatura juvenil. Y eso se puede heredar. Sus hijas, Harriet y Edna, se hicieron cargo de la empresa familiar. Aunque Edna se retiró al cabo de algunos años, Harriet no sólo se hizo cargo del Sindicato sino que escribió bajo seudónimo, por supuesto , las aventuras de Nancy Drew, la estrella estelar, durante una considerable cantidad de años. Los tiempos y el mercado cambiaron, algunas series desaparecieron y otras lograron sobrevivir a fuerza de renovaciones. Pero la fábrica de historias de Stratemeyer duró más allá de sus días y de los días de sus hijas. Algunos años después de la muerte de Harriet, en 1982, Simon & Shuster adquirió los derechos del Sindicato y manejó la manufactura de sus personajes emblemáticos con películas, videojuegos, novelas gráficas y merchandising asociado hasta la discontinuación de las series acá por el 2011. No sería una gran sorpresa, de cualquier forma, la aparición de alguna nueva serie de los Hardy Boys o de Nancy Drew en los próximos años. Se sabe: lo que una vez tuvo éxito, siempre es materia para volver a probar.

Eso, claro, si es que alguien emula la visión de aquel hombre que supo hacerse fábrica. Porque Stratemeyer, al fin y al cabo, supo darles a los jóvenes lo que ellos querían leer, en lugar de lo que la época creyó que necesitaban leer. Hombres como esos, también o fábricas como esas, por qué no , hacen falta de vez en cuando por lo menos para empezar, para después navegar libremente por las aguas impredecibles de la lectura, y ver a dónde vamos a parar.

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