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Martes, 24 de marzo de 2015
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Diario de viaje

En tránsito

Por Beatriz Actis
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Está leyendo y de vez en cuando levanta la vista porque la lectura la aburre o el ruido ambiente la distrae o la callada desesperación que la invade se rebela y reaparece, y entonces se pierde por un momento en el movimiento de la terminal de ómnibus un ajetreado viernes después del mediodía. Y es ahí cuando escucha la voz, a su lado, que hace un comentario sobre la espera interminable. Pero no es el comentario usual de los viajeros en tránsito lo que le llama la atención sino el tono familiar de la voz, el leve acento italiano, un ritmo que recuerda de su infancia. En el pueblo de la pampa gringa en donde nació y se crió, los viejos hablaban así.

Levanta la vista y ve a quien habla: es un hombre mayor, con gorra y chaleco marrón tirando a gris, gris tirando a marrón, la camisa abotonada hasta el cuello. Su aspecto y no solo su voz es el de los viejos piamonteses, o primeros hijos de piamonteses, del pueblo de la infancia. El hombre se siente escuchado y continúa con su queja por la demora, y ella asiente con amabilidad, sumida en un recuerdo. En la esquina de su casa se reunían, cuando ella era muy chica, cuatro o cinco vecinos de la edad de su abuelo. Entre ellos, bajo el sol de las siestas de invierno, hablaban en piamontés. Pasaban los años, se iban muriendo, se seguían reuniendo, cada vez menos, cada vez más ancianos- los diálogos en un piamontés descascarado - hasta que quedó uno solito, la gorra cubriéndolo del sol, en un monólogo silencioso, seguramente en su lengua natal. En la época en que vivían todos, los niños pasaban al lado, escuchaban ese idioma a veces ajeno, a veces familiar, ignorando el significado que tenía para aquellos hombres recuperar la propia patria, el origen, en aquellos breves momentos compartidos, robados al exilio permanente de la vejez.

Regresa al libro. El aire, dentro de la terminal, es apenas respirable. Afuera, se lanza sobre los incautos como una flecha, mil flechas, con un calor que lastima. Es enero. Ella viaja al pueblo natal porque ha muerto, de modo sorpresivo, el padre de sus hijas. Hace muchos años que estaban separados y hace bastantes años también que no se veían. Sus hijas ya están allá, viajaron ni bien recibieron la noticia, en la madrugada; ella, en cambio, esperó el día siguiente, organizó sus actividades durante la mañana y ahora, después del mediodía, parte con la idea de ir y volver, de viajar en el día. Piensa en sus hijas, en su dolor. Poco, en su propio dolor, diluido, extranjero. Todavía no lo puede creer. El fue un hombre que amó hace décadas. Su pasado, a veces, se le presenta como una película que mira con indiferencia.

Llega la hora de subir al micro, se acomoda junto a una ventanilla. La ciudad va desapareciendo, lenta, del centro a los suburbios, mientras el coche marcha inexorable hacia la ruta. Duerme. La despierta, no sabe cuánto tiempo después (el trayecto dura en total tres horas), el cese del movimiento. Se detienen al borde de la ruta y suben tres mujeres gitanas, una de ellas con una criatura en brazos. Ríen y conversan en un idioma que ella desconoce. Piensa: ¿romaní se llama la lengua de los gitanos? Recuerda que, cuando era niña, en el pueblo las llamaban "húngaras" y que ella se escondía para verlas pasar, atraída por la vestimenta llamativa, distinta a la de la gente que veía de modo habitual. Al rato logra dormitar otra vez. Lamenta no haber llevado para el incómodo viaje uno de esos apoya cabeza que venden en los negocios de valijas. Piensa en el padre de sus hijas, en la juventud compartida, en algunos momentos de felicidad. No se lo imagina muerto. Sigue imaginándolo joven, como si su memoria seleccionara imágenes lejanas y al mismo tiempo borrase los recuerdos más cercanos, la cara adulta de aquel hombre que ella también llegó a conocer y ahora, sin embargo, olvida.

Le sucedió algo similar con un par de pasajeros en el inicio del viaje. Todavía en la terminal, vio subir a un muchacho con aspecto de estudiante que le recordó a uno de sus compañeros de colegio secundario. Durante un segundo pensó que realmente se trataba de él, y entonces se dio cuenta de que era una persona parecida a su compañero cuando aquel era adolescente, ya que ahora debía tener su edad. Lo mismo, con una mujer joven sentada en un asiento cercano. Pensó que era su vecina de la infancia -el pensamiento fue corto e intenso como una ráfaga- y de inmediato comprendió que la vecina real tendría, en el presente, más de cincuenta años. En las caras que le resultaban conocidas veía fugazmente el tiempo detenido. De ese modo se sintió al emprender aquel viaje hacia el dolor, para acompañar a sus hijas, de regreso al pueblo en que nació. En la duermevela, había temido que el viaje se prolongara, que no se tratase solo de la ida y la vuelta en el día. Le preocupaba volver, hundirse acaso en alguna nueva rutina que seguramente recrearía viejas rutinas, como en una ciénaga.

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