Ella era extraña. DecÃan a sus espaldas que lo era. Pocos conocÃan su voz, y cuando hablaba, lo que decÃa estaba relacionado con el trabajo. Nadie conocÃa cómo era su vida fuera de allÃ. Nadie podÃa imaginar tampoco cómo era su casa; no habÃa señales que pudieran reconstruirla, nada de su ropa, ni de sus hábitos. Delantal blanco, bolso oscuro con el teléfono, un recipiente con una manzana y las llaves del auto. Tampoco podÃan imaginarse qué música le gustaba, con cuántos se habÃa acostado, y cómo lo hacÃa. Incluso, algunos en el puerto tenÃan la sospecha de que no le gustaban los hombres. Quizá porque era hosca y torpe, o porque respondÃa con silencio el acoso velado de sus compañeros. Pero todos deseaban que no fuera asÃ, porque a su manera era hermosa, una belleza brutal y franca. TenÃa los ojos azules, un azul marino intenso. El cabello negro, cayendo a los costados sobre sus hombros, telones de seda que anunciaban la espalda. Las pocas veces que sonreÃa mostraba una hilera de dientes pequeños y blancos, hoyuelos junto a la boca y rasguños del sol, alrededor de los ojos. Y aunque el cuerpo estuviera siempre escondido tras el delantal, si alguien se animaba a dibujarlo extendiendo el contorno de las muñecas y del cuello, terminaba siendo el de una mujer joven, casi adolescente, aunque por esos años estuviera pisando ya los treinta.
Era ingeniera agrónoma. En el puerto se encargaba de controlar la calidad de los granos que salÃan al exterior. Odiaba su profesión, o tan sólo odiaba el trabajo que le tocaba hacer allÃ. Sólo disfrutaba de un momento: los jueves por la mañana iba a los contenedores y enterraba la mano en la montaña de granos, y sentÃa cómo la rugosidad y la aspereza se deslizaba por su piel, mordida suave de un gato faldero. Lo hacÃa una y otra vez, hasta que se cansaba o comenzaba a sentir la mirada de los estibadores. Después se encerraba en el laboratorio, y al cabo de unos minutos añoraba esa sensación. A veces volvÃa a hacerlo, otras se quedaba con el deseo toda la tarde, y ese único respiro que le daba a su tristeza, terminaba siendo una frustración. Otra tristeza.
Le gustaba llegar por la mañana al estacionamiento, y bajar del coche y quedarse unos minutos contemplando el puerto, la fotografÃa que enmarcaba en su mirada a los barcos anclados en el rÃo, algunos manchados por el óxido, marcados por la sospecha de que nunca más iban a poder salir de allÃ, que se hundirÃan en el canal, minutos después de zarpar. Las islas detrás, la lÃnea verde y celeste que fondeaba el agua, el sol del alba delatando los botes y los ranchos de la costa. Le atraÃan los puertos. En unas vacaciones de invierno fue a Ushuaia. HacÃa mucho que no se tomaba un descanso, que no viajaba otra distancia que no fuera la que la llevaba de Rosario a Funes, donde vivÃa. Le intrigaba el mito de que fuera la ciudad del fin del mundo, aunque muchos le dijeran que el final de algo dependÃa de dónde estaba el principio. Para los que vivÃan allÃ, en el sur, el final estaba en Alaska. El puerto de Ushuaia abrÃa camino a un final, todo lo que allà esperaba tenÃa que volver, porque nadie vivÃa o podÃa vivir en el hielo, nadie podÃa navegar eternamente en el mismo lugar. Y sin embargo, detrás de las luces amarillas que manchaban la nieve y el cielo encapotado, se abrÃa una distancia que parecÃa no terminar.
HabÃa navegado en una excursión por el canal de Beagle. Cuando volvió al puerto, vio desde el barco las luces de la ciudad que trepaban la montaña, y entonces los que estaban anclados eran los que vivÃan allÃ, y el océano era el devenir eterno del tiempo, el destino que a veces podÃa elegirse y otras no, como si no dependiera de la voluntad, sino de algo ajeno que debÃa suceder o no. Ella no parecÃa sentir ese destino, acaso por eso miraba todas las mañanas el surco marrón del Paraná, como algo que no se puede tener y se desea con locura.
HabÃa también una plaza seca, un murallón que rodeaba un mástil que la centraba y sobre sus ladrillos placas que recordaban a los náufragos. Barcos que se habÃan hundido en el hielo, aviones que habÃan caÃdo. Allà quedaron, los ocupantes muertos, una muerte terrible y desolada. Los cuerpos aún estarÃan congelados, mostrando la juventud del momento de la muerte. Sin que nadie los pudiera ver, muñecos hundidos en la bañera. Recuerdos sumergidos para siempre.
Los domingos, en la casa de su hermana, se recostaba en el césped mientras los demás gritaban en la piscina, o jugaban a las cartas. Cerraba los ojos y traÃa desde esa oscuridad los pensamientos que la molestaban, y pretendÃa desaparecerlos. HacÃa el intento, no lo lograba, y recomenzaba desde la oscuridad, una y otra vez hasta quedar dormida. Cuando despertaba era atardecer. El tiempo habÃa pasado rápido, y al otro dÃa, salvo por el instante frente al puerto en la mañana, volverÃa a sentir el tedio arenoso de la existencia. Y los pensamientos no se habÃan ido, nunca se iban. Si no fuera ese cuerpo y fuera sólo pensamiento, serÃa esa mancha oscura que la atormentaba, serÃa eso para los demás. Y no habÃa que cercenar demasiado, tan sólo esa mano hundida en las semillas y los ojos que miraban el puerto.
El lunes no apareció en su trabajo. Ni al dÃa siguiente, ni al otro. Su hermana se extrañó de no verla el domingo que siguió al último que habÃan estado juntas, y al que siguió después de esa duda. Si casa estaba como la habÃa dejado, todo pulcro y aséptico, salvo una taza en la pileta, con un piso de café. Quizá porque no le prestaban mucha atención cuando solÃa estar, nadie pudo darse cuenta que desde el primer dÃa de su ausencia, algo asà como una tormenta se habÃa encaprichado en quedarse sobre todo. Sobre el puerto, sobre los barcos, sobre el césped de Funes. Una tormenta apacible y serena, silenciosa como la brisa que le antecede a las verdaderas tempestades, pero oscura y terrible como el mismo infierno.
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