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Martes, 7 de abril de 2015
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Una noche, hace mucho

Por Fernando Artana
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Miro al cielo y me pregunto si te acordarás de una noche que estábamos en el campo de los tíos. Yo tendría 15 y vos 16, o algo así. Seguro que te acordás porque no éramos de hablarnos como lo hicimos esa vez.

No sé qué hacíamos ahí, nos habrían invitado a pasar unos días de vacaciones, supongo. Nunca supieron qué hacer con ese campo. A la tarde habíamos estado jugando al scrabble. Ya no nos peleábamos tanto. Habíamos comentado que para bichos de ciudad como nosotros el campo era lindo pero no para más de dos días.

Después de cenar fui a la tranquera y me puse a fumar. Me había ubicado en el punto exacto para que el galpón no permitiera que desde la ventana de la cocina viesen mi mano derecha con el cigarrillo. Volcaba el cuerpo hacia ese lado y me encogía para dar una pitada, después volvía a enderezarme para controlar si alguien salía y así poder tener tiempo de deshacerme del cigarrillo.

La que salió fuiste vos. No era fácil verme en esa oscuridad, pero viniste hacia mí como si desde antes supieras donde estaba. Dudé en deshacerme del cigarrillo, pero era tan agradable fumar en esa noche estrellada y sin viento que decidí arriesgarme a que no me fueras a delatar.

Sin hablar te pusiste a mi lado, donde no podían verte desde la ventana. No dijiste nada del cigarrillo. Te ofrecí uno y lo tomaste. Fue como una señal de que aceptábamos ser confidentes. No lo habíamos sido nunca antes, y creo que tampoco lo fuimos nunca después. Te di fuego. No olvidaré nunca el destello de tu cara iluminada y la mueca al aspirar el cigarrillo. Me pareciste bellísima. Nunca antes me había fijado lo linda que eras, eran cosas que los hermanos no debíamos considerar.

Me dijiste que vigilara que no nos descubrieran y te dije que sí, que eso estaba haciendo. Qué bien se sentía el placer de ser cómplices. ¿Por qué no lo fuimos más? ¿Por qué no lo fuimos siempre?

El millón de estrellas, abrumaba. El canto de los grillos, las luciérnagas, el olor dulzón de la alfalfa, la luz de un auto que pasaba por la ruta deslizándose por el horizonte despacio, muy despacio, flotaba lejos, como si estuviera en otro país.

No podría reproducir con precisión lo que nos dijimos, pero estoy seguro que fueron las palabras justas. Qué canción de los Beatles le gustaba más a cada uno. Si yo seguía teniendo problemas con aquel profesor. Cómo andabas con tus clases de guitarra, si ya te animabas a tocar alguna canción delante de tus amigos. Te confesé que me gustaba Silvana de mi curso. Me dijiste que ya te habías dado cuenta en mi cumpleaños, que te caía bien, que te parecía ideal para mí. Me nombraste al chico que te gustaba de tu curso. Yo no lo conocía. ¿Te acordás?

Después, mirando el cielo nos preguntamos si habría algo escrito en las estrellas, si nuestro destino estaría ahí, si valdría la pena ser adultos, si existiría algo después de la muerte.

Encendimos otros cigarrillos. Mirábamos hacia arriba y soltábamos el humo al cielo estirando adrede el sonido del soplido. Lo hacíamos al mismo tiempo.

Veíamos el humo disolverse en el fondo estrellado, escuchábamos el sonido de nuestras exhalaciones entremezclarse y perderse con el canto de los grillos, y sentíamos el olor del tabaco disiparse entre el de la alfalfa tierna. Nos quedamos colgados disfrutando esa sinfonía de cosas que se diluyen. Había algo ahí y sabíamos que la magia estaba en no saber qué era. Después cayó una estrella y cada uno pidió tres deseos sin revelarlos, para que se cumplieran.

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