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Miércoles, 15 de abril de 2015
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Esto no es un Macguffin

Por Hernando Quaglardi
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Vendrán tiempos --para no hablar solamente "del tiempo que hace"- de tomar un chocolate caliente acompañado de un libro, elemento portable que no requiere de otra conexión como no sea la espiritual con el texto. Tanta palabra escrita o hablada durante el día en el trabajo, en los medios, en las redes sociales y en la calle, rodeado de gente "viva", se transforma al enfrentarse con el azar de una cita literaria. "No siempre hacía calor donde yacían los muertos" (Ernest Hemingway, Una historia natural de la muerte). Esto ya es una experiencia grata y maravillosa que vale por todo lo que el día se llevó.

Pero ¿se trata de algo pasivo y meramente reconfortante? Sin llegar a aquellos extremos de la literatura en los que los personajes son modificados por sus bibliotecas, como Alonso Quijano con los libros de caballería y madame Bovary con las novelas románticas, uno puede sentirse "alguien" cuando sale de un texto enriquecido. A mí me suele pasar, lo confieso, aunque muchas veces preciso algo más, un gesto vital que ratifique la experiencia de lectura, o sea, que la haga vívida. No basta el refugio de este Café de luces pálidas, ruidoso por el traqueteo de la máquina exprés y las voces por lo alto, no basta tampoco que pueda fácilmente convertirse en un ámbito recoleto para la abstracción.

Llevo conmigo uno de los tantos libritos de la Colección "El séptimo círculo", que Borges y Bioy lanzaron al mercado editorial cuando el policial aún era considerado un género menor. De entrada no más las tapas dibujadas por José Bonomi con la pieza del caballo de ajedrez, los espacios cuadrados o en cruz, bidimensionales, esconden entre su geometría restos simétricos de una disposición ambigua. Los colores gastados en el celeste y el púrpura, pero intensos en el fondo negro, son el símbolo mismo de la lectura del policial.

Del dibujo a la escena. En los años sesenta y setenta las series norteamericanas de televisión siguiendo el principio diferenciador de la novela negra sacaron al detective y al delito del jarrón de una mansión y lo pusieron en las calles de la ciudad. Si bien esas ciudades (Los Angeles, Chicago, Nueva York, San Francisco) eran construidas casi siempre en un set de estudio, mucho del cartón pintado representaba adecuadamente el pulso de la novela urbana de la serie negra, y de alguna manera, forjaron una imagen patrón en la que la bruma, el anonimato y la sordidez se reconocen inmediatamente como condición esencial de la gran ciudad hasta el punto de hacernos sentir gustosamente amenazados.

Entonces es preciso un escenario. En "El agua en los pulmones", Juan Martini ubica la novela en un Rosario de 1973 siempre lluvioso, opresivo prolegómeno de lo porvenir. Su antihéroe, Solís, recorre el Bajo, los cabarets decadentes, el club Rosarino de pelota, los Cafés de Córdoba y Dorrego y Córdoba y Corrientes, el barrio de Fisherton, el Jockey Club (imagen y semejanza de los barrios excéntricos y opulentos del Los Angeles de Philip Marlowe), un hotel de pasajeros en la calle Urquiza, el pasaje Pan, donde existe la agencia de investigaciones "El Aguila", una casa vieja en el barrio del Saladillo, entre otras locaciones. La ciudad es protagonista del relato. Da ganas de mirarla a los ojos, asumirla por entero con sus conflictos, sus miserias, la violencia producto de la sociedad capitalista que hemos construido colectivamente y todas sus fobias, de las que la novela policial es registro constante. Dijimos que el policial ofrece una doble lectura. Además de la crítica social, es posible el entretenimiento. Algo así, pero en otro sentido, como los macguffin que inventó Alfred Hitchcock y de los que habla Enrique Vila Matas en su nueva novela "Kazel no invita a la gloria". Los macguffin son escenas que no son esenciales salvo para hacer avanzar el suspense. No son parte de la trama pero a veces se convierten en la trama misma, como en el caso de "El Halcón Maltes," la vieja película de Jonh Houston.

Quizá la única aventura real que nos quede por vivir sea la que viene de los libros. Yo tengo mi propio macguffin, lo que siempre soñé hacer, no digo más que un gol en un clásico o la ejecución de un solo de trompeta. De pronto, bruscamente, salgo a la calle. Voy vestido con un conveniente piloto. Es tarde y hay mucha gente en la terminal de ómnibus. Busco en mi bolsillo una llave de un locker y antes de cruzar el pasillo de derecha izquierda, miro de reojo hacia atrás y a los costados. Ese hombre que tapa su rostro tras las hojas grandes del diario La Nación o ese chico que habla por teléfono cerca de la puerta del baño resultan presencias inquietantes y sospechosas. Junto valor, sin embargo, y logro cruzar a salvo. Coloco la llave que se desliza suavemente en la cerradura del candado certero. Al abrirse, estoy seguro, ha de comenzar el misterio.

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