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Lunes, 8 de junio de 2015
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La banda sonora de la vida de M.

Por Javier Núñez
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Apenas promediábamos la secundaria cuando mi amigo M. supo que quería ser músico. Que las notas que le arrancaba con perseverancia y pasión a la tuba, la trompeta o el trombón habrían de formar parte, más temprano que tarde, de la banda sonora de su vida adulta. Cuando los demás todavía nos debatíamos entre la incertidumbre y la agonía de los sueños infantiles, mi amigo M. ya había decidido hacia dónde lo llevarían sus pasos. O detrás de qué. Y logró vivir de y para la música: es sesionista profesional y se va de gira o graba discos con bandas de primera línea, toca en el Maipo, en estudios de televisión, en estadios latinoamericanos atiborrados de público. Y cuando puede da talleres en la Villa 31, o a chicos de pueblos originarios en el interior. Quién sabe, ahora, quién puede decir, cómo hubieran resultado las cosas de no haber sido por la ya lejana intervención de un consagradísimo cantautor en aquella noche de la pensión. Probablemente, lo hubiera conseguido igual: su talento y su determinación se hubieran impuesto de todas formas. Pero es una anécdota que siempre me gusta escucharle contar: la de la noche en que su vida pudo tomar un rumbo diferente, y la generosidad ajena le brindó una segunda oportunidad.

Mi amigo M. siempre fue alto, alegre, generoso. Creo que estábamos en segundo año cuando la madre se mató. Alguien dijo que había tomado el arma reglamentaria del marido mientras el tipo estaba afuera, que caminó hasta un baldío y se disparó. Nunca me animé a preguntarle nada. Me dolía tanto su dolor, esa nube oscura que desde ese día lo acompañaba a todas partes que ni siquiera tuve el coraje o la decencia de estar ahí para él. A la distancia me parece que M. transitó los meses siguientes como un fantasma, la cáscara vacía del que había sido, apoyado por algunos otros que tenían el coraje que a mí me faltó para bancarme de cerca el duelo ajeno. Lo viví casi siempre por interposición, a través de los relatos de otros.

Alguien contó, alguna vez, que cuando M. salía de la escuela hacía recorridos más largos solamente para dilatar el regreso. Que volver a la casa le dolía tanto que lo retrasaba lo más que podía. Yo me acordaba de W. La madre de W. se había muerto el año anterior.Una vez, a la salida de la escuela, W. se tomó conmigo el 120 en San Juan y Castellanos. Yo vivía en el centro pero él vivía hacia el otro lado. Le pregunté por qué se tomaba ese colectivo cuando en realidad se tenía que tomar el otro, el que pasaba por Constitución el mismo en el que yo llegaba a la escuela cada mañana .Quería dar toda la vuelta para llegar más tarde, fue lo único que dijo. W. era repetidor, más grande que los demás, y trabajaba en una casa de serigrafía. Yo no sabía lo que era; me lo explicó durante ese viaje. Creo que después, cuando estaba a punto de bajarme en la esquina de mi casa, dijo que el padre a veces le pegaba. W. dejó la escuela a fin de año, y no volví a saber de él.

M. no. M. pudo seguir. Y volvió a tocar, y a reír, y a parecerse al que siempre fue.

Una vez ya en cuarto año, a lo mejor nos juntamos varios en mi casa para hacer un trabajo práctico y M. vino con el trombón porque después tenía que ensayar. Cuando terminamos y bajé para abrirles, alguien le dijo a M. que tocara algo antes de irse. Abrió el estuche y sacó un trombón reluciente que armó con destreza. En la puerta del edificio, en medio de la vereda, sopló la intro de "Demasiada presión" de los Cadillacs. Supongo que se escuchó en un par de cuadras a la redonda. La persiana de la vieja Beneranda mi vecina de planta baja, que se asomaba siempre para hacernos callar si nos sentábamos a hablar en la puerta del edificio: cómo no se iba a asomar ante un recital en su ventana se alzó casi de inmediato. Qué es este escándalo, cómo puede ser, creo que dijo. Pero M. se la metió en el bolsillo con tres palabras. Y se puso a conversar. Incluso le preguntó qué música le gustaba y ensayó "When the saints go marching in" como una especie de compensación. A la vieja al principio le gustó, pero después dijo bueno, querido, bueno, ya está bien, y nos tuvimos que ir todos para otro lado para que siguiera viendo la novela.

M. era categoría '75 y le tocó la colimba. Después se fue a probar suerte a Buenos Aires. Tres, cuatro meses: a todo o nada. Con la plata justa para sobrevivir durante ese tiempo y ver si surgía algo que le permitiera mantenerse detrás de ese sueño que había ido a perseguir. Alquiló un cuarto en una pensión y salió a buscar un futuro vinculado a la música.

Fueron días duros, largos, desalentadores. Cada noche le dolía en el alma y en el bolsillo, porque cada día que se iba sin novedades estaba más cerca del regreso. A veces conseguía oportunidades para tocar, pero siempre eran reemplazos ocasionales, y no lograba armar algo que le permitiera proyectarse más allá de un par de días. Los recursos se le agotaban irreversiblemente y ya se había resignado a volver le quedaban uno, dos días más: después tenía que dejar la pensión porque ya no tenía cómo pagarla cuando tuvo que grabar en algún lugar en el que coincidió con el cantautor. No importa quién: uno de esos que basta con decir el nombre de pila para saber de quién se habla. No sólo uno de los músicos más importantes de acá, sino también de Latinoamérica. Mi amigo M. lo miró como quien mira a un prócer. Como tenía parientes en el mismo pueblo del que era oriundo el cantautor, se puso a hablar con él, a mencionar nombres que los dos conocieran, a propiciar un acercamiento a través de los mínimos puntos de encuentro. Cuando cada uno terminó de grabar su participación, el cantautor se ofreció a llevarlo. Siguieron hablando en el auto. Que qué hacés acá, cómo te está yendo, y qué pensás hacer, preguntaba él; y mi amigo contaba su vida y sus proyectos y reconocía que su aventura porteña se había terminado y que emprendía la vuelta. Se despidieron en la puerta de la pensión y mi amigo M. fue a dormir una de sus últimas noches en Buenos Aires antes de volverse a ver qué hacía con su vida.

El sobre lo recibió a la mañana siguiente, cuando se lo alcanzó el dueño de la pensión. Se lo había dejado el cantautor junto con una nota. Sólo ellos dos, acaso, saben con precisión qué decía. Mi amigo M. todavía se conmueve cuando cuenta sobre unas palabras de aliento, ese puñado de billetes que le pagaban tres meses de pensión y una única condición: que si alguna vez tenía la posibilidad no se lo devolviera a él y, en cambio, le hiciera a otro el mismo favor.

Mi amigo M. pagó por adelantado los tres meses y la siguió peleando. Poco después consiguió algo fijo que le permitiera proyectarse un poco más. Después vendrían los laburos y las giras con Los Pericos, los Decadentes, el disco con Diego Torres, las noches de jazz, los teatros, y tantas cosas más que poco a poco lo fueron ayudando a establecerse.

Apenas promediábamos la secundaria cuando mi amigo M. supo que quería ser músico. Y un día se fue detrás de ese sueño. Quién sabe qué hubiera pasado si se volvía esa noche en que ya no podía pagarse la pensión. Esa noche de inesperada generosidad en que alguien le regaló una segunda oportunidad y le dijo que lo siguiera intentando.

Por suerte allá está, soplando fuerte, todavía marcando el compás de la banda sonora de su vida.

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