"El amor es un robo me dijiste una tarde / robamos y nos roban, y asà pasa de modo/ que en los senderos quedan nuestras mejores galas/ resecas como lirios que marchitó el otoño.
Han pasado los años y de nuevo tu imagen/ cruzó por mis ideas con la luz de un meteoro,/ y mirando en mi abismo y hallando mucha sombra/
recuerdo tus palabras: El amor es un robo". Leopoldo Marechal
Una vez, hace ya casi cuarenta años fuimos a Vera (provincia de Santa Fe) a buscar a una empleada para la casa (mi abuelo decidió el viaje pues se habÃa enterado de que alguien necesitaba el trabajo y quiso ir a su búsqueda). Era para las vacaciones de julio. Un toque, simplemente, de algunos pocos grados nos puso de repente al insaciable invierno frente a frente, al norte, muy al norte de aquél Wheelwright divino donde todos vivÃamos, donde todo vivÃa.
Viajamos en el Fiat 125 Berlina de mi abuelo Tato, con él, mi abuela Tata y mi hermana Pepe, hasta (lo que recuerdo) como un descampado que quedaba muy lejos de las halladas flores primaverales, incierto era el amor en esos atentados bajo cero.
Llegamos a un sitio de ranchos pobres donde, al bajarme del auto, el Pietutoris que cubrÃa mi pie derecho se enterró en algo de barro y un señor lo lavó bajo una bomba de tirar agua a mano y el zapato quedó opaco. Se oÃa el ruido de una cuchara contra un plato vacÃo.
Con el tiempo, abecedario en puño y a través de niebla en la memoria, comencé a sufrir ese viaje sin poder escribir más que algunos poemas carentes de alegrÃa como este; no saqué fotocopias de ese grupo de árboles, no habÃa fotocopias, todo estaba hecho a mano y, a contramano del verano. Soy, además, hija intratable de aquél viaje y su extraño perfume. Un viaje que hoy me sirve para purgar las faltas.
Del rancho derecho salió la Ramona vestida de rosa.
Al rato subió al vehÃculo y la llevamos a casa para siempre. Muy a menudo pienso en ese desarraigo donde perdió su norte mientras alguien creÃa ganar una empleada, pienso en el olor a humo que impregnó todo el viaje y en su cara tan tostada como redonda y joven, que nos acompañó tantos años a criarnos y hacernos mujeres de verdad. A las tres.
HabÃa llegado el invierno entre pecho y espalda, cristales empañados invitaban a escribir pavadas, ofrecÃan materia donde poner los nombres. Ramona hasta curarte y curarnos todas las posibles heridas.
Ya pasando San Justo el termómetro se hizo silvestre, nos obligó a gorros y bufandas, todo duró en mi cuello hasta hoy dÃa. Todo, hasta mis estupideces y su postrera sombra.
Escribo mientras acopio y exorciso, alimañas, perfiles, jaurÃas de mis primeros tiempos, amores en hervidero, brumas.
Ella conoció a AmadÃo y una noche de lluvia se subió a su camión a concretar un amor que duró toda la vida. Tuvieron dos hijas argentinas y, por supuesto, dejó el trabajo en lo de don Gaspari.
Ese invierno pasó tan pronto como vino, ocurrió como la infancia que se pasó de largo, que se hizo indescifrable al calor de la estufa marca Sol.
Con el frÃo el cielo se cae, se acaban las glorias con sopas y salsas, viene la sinceridad de pieles erizadas, ciertos recuerdos devienen enfermedad, una que incluso puede o podrÃa llevarlos hasta un lecho de muerte.
Hubo veces que volvà a ver a la Ramona en el hospital del pueblo, el mismo de su arribo, esperando por una angina o algo asÃ, nos dábamos un abrazo inoxidable.
Nunca le pregunté quién fue el señor que lavó aquél calzado.
Tengo terror a que fuera su padre. Y esa hubiese sido la última vez que lo vio.
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