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Martes, 7 de julio de 2015
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Epifanía

Por Fernando Artana
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El Rata fijó la vista en el espejo. Reconoció en él la mirada triste del animal enfermo que se aparta decorosamente de la manada y apoya su cabeza entre las patas. Se siente herido y sabe que no puede esperar ayuda de sus congéneres. El paso del tiempo se reflejaba sobre todo en la expresión. No había luz en sus ojos, no había nada por qué seguir, no quedaban batallas para perder. Vencido. Vencido para siempre.

- ¿Estás bien?

- Sí.

- ¡Oíme! Me tengo que ir. ¿No pensás salir más de ahí?

- Agarrá la billetera que tengo en el bolsillo del pantalón, sacá el billete de cien y llevátelo --respondió sin quitar la vista del espejo. Ese billete era todo el dinero que le quedaba.

No se oyó ninguna palabra desde el otro lado de la puerta. Ni siquiera un OK, o un chau. Cuando escuchó cerrarse la puerta de la habitación, el Rata salió del baño. El cuarto de hotel era intrínsecamente sucio. Con color a sucio y a viejo, aunque no lo era tanto como parecía.

Sin proponérselo, el momento llevó al Rata a hacer un balance de lo que había sido su vida, y como única respuesta le cayó la palabra mujer. De la nada vino a su mente la palabra mujer, como intuyendo que ahí debía estar lo más importante de la vida, por lo menos para aquellos que alguna vez tuvieron algo a lo que pudiera llamarse vida.

Para él, mujer siempre fue un espacio que ocupaban sucesivas inquilinas casi indiferenciables entre sí. Para con todas tuvo la misma consideración que para con esa que acababa de irse. Pero dentro de mujer vino a su memoria una en particular. No porque fuera relevante ninguna lo fue , sino porque en los próximos minutos se disponía a romper el juramento que alguna vez le formulara. Fue en el momento de la ruptura. Una ruptura consentida. Ambos se habían resignado a separarse, conscientes de la sustancia incompatible de la que estaban hechos. No incompatibles el uno con el otro solamente, sino incompatibles con el mundo. Nada mejor que ellos dos para entender la necesidad de la ruptura. Pero en esa separación, sumergidos ambos en alcohol y drogas, hubo magia. Se sintieron dentro de un estado de conciencia que excedía el del engaño que les brindaba la droga. Creyeron vislumbrar que existía algo más. El le dijo que alguna vez se suicidaría y ella le propuso que cuando estuviera listo, fuese a buscarla y lo harían juntos. Se juraron respetar a rajatabla ese pacto suicida como lo más sagrado que hayan tenido jamás, como si realmente se hubieran amado, y ameritaran tener un final que debiera ser sublime. Pero en la vida del Rata nunca hubo nada sagrado ni sublime, ni pacto que no haya podido traicionar.

-Manos a la obra -se dijo a sí mismo en voz alta.

Chequeó que el revólver estuviera cargado. Lo amartilló. Alzó la vista y miró a su alrededor. El cuarto acumulaba todos los calificativos que podrían aplicarse a su mundo. Era una fiel muestra del mismo. Sin embargo, detuvo la vista cuando descubrió el cuadro. Hubiera asegurado que antes no estaba allí, aunque no le había prestado atención a casi nada de la habitación. Era la obra de un bromista. Era el rostro de Jesucristo crucificado, pero sobre la cabeza le habían superpuesto la imagen de un pato. Le plantaron un pato posado en la cabeza de Jesús.

Jesús, con la corona de espinas y algunas gotas de sangre chorreando de su frente. El rostro diáfano, como de actor hollywoodense posando para la cámara; suplicante, pero no doliente, y con los ojos claros mirando hacia arriba, no ya hacia Dios, sino como tratando de ver al pato.

Tal vez, si se tratase de un cuervo buscándole los ojos a un crucificado, hubiese sido coherente. El cuervo era lo esperable, pero precisamente que fuera un pato daba verosimilitud.

No es lo dramático lo que da verosimilitud, sino lo grotesco. Para una vida de mierda como la del Rata, un pato a punto de cagarle en la cabeza a Jesús era lo único verdadero, lo único no absurdo, lo que le da el sentido a toda la religión. Era una epifanía. Por primera vez comenzó a experimentar la sensación de creer por creer. No sabía en qué, pero no importaba.

Podría haber bajado un ángel en ese momento, y hubiera sido algo intrascendente al lado del descubrimiento del pato.

- ¡Che, barba! No seas hijo de puta. Me banco todo, la crucifixión, los clavos en las manos y los pies, la corona de espinas, el lanzazo, el vinagre. Pero no me mandés un pato a cagarme en la cabeza que no lo puedo espantar.

Imaginó que ese pato debió figurar en la Biblia original, y algún obispo sin visión de futuro lo censuró en algún concilio. Censuraron la mejor parte, la única parte que da credibilidad a todo lo demás. Definitivamente el autor de esa imagen era un genio, un profeta, un visionario. O quizás Dios.

El Rata se arrojó en la cama y comenzó a reír estruendosamente sin poder parar. Un frenético ataque de risa como no recordaba haber tenido nunca. Se dejó reír hasta que quedó sin fuerzas. No tenía idea de cuánto tiempo estuvo riendo. Le dolía el estómago. Cuando paró, había cambiado su percepción de las cosas. Ese cuadro era una mierda, como todo, pero también le pareció glorioso, y lo encontró donde debía estar, en un lugar absurdo, el más adecuado; en una pieza de mierda de un hotel de mierda.

- Manos a la obra -se dijo nuevamente.

Se asomó por la ventana. La habitación daba a un patio interior, estaba en un segundo piso y no había forma de salir por allí. Miró hacia arriba y sonrió. Tomó el teléfono.

- ¡Jefe! Por la ventana veo salir mucho humo del tercer piso.

- Pero si no hay nadie en el tercer piso.

-No habrá nadie, pero sale mucho humo.

-Ahora voy a ver

El Rata se agazapó para espiar, y ni bien vio subir por las escaleras al tipo, salió sin hacer ruido. Bajó las escaleras, ganó la calle y se fue silbando bajito, con el cuadro bajo el brazo.

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