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Sábado, 11 de julio de 2015
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La leyenda del hilo rojo de la lectura

Por Miriam Cairo
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A Ana Danich

Cuenta la leyenda japonesa que las personas predestinadas a conocerse se encuentran unidas por un hilo rojo atado al dedo meñique. Este hilo viene con la persona desde su nacimiento y nunca desaparece. El hilo existe independientemente del momento de sus vidas en el que vayan a conocerse y no puede romperse en ningún caso. No importa el tiempo que se tarde en conocer a esa persona, ni importa el tiempo que transcurra sin verla, ni siquiera importa si vive al otro lado del mundo, el hilo se estirará hasta el infinito, algunas veces pueda estar más o menos tenso, pero nunca se romperá.

Dice Mircea Eliade que "el mito (y su hermana menor, la leyenda, digo yo) es una realidad cultural extremadamente compleja, que puede abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias".

A esta altura de mi vida, que es un modo de decir, a esta altura de las lecturas y las escrituras que me han ayudado a construirme, encuentro que la leyenda del hilo rojo tiene una verdad que excede (no excluye) la del vínculo amoroso predestinado a realizarse. Esa significación extendida corresponde al lazo que estamos consagrados a tener los lectores con determinados libros, con determinados autores.

En el caso de la lectura, además, el hilo que se extiende desde el lector, no lo hace hacia un único autor sino hacia una constelación de nombres y textos, lo que produce un entramado individua y único, como un ADN literario que, a su vez es social, ya que hay autores que dialogan de manera más fluida con ciertas generaciones, puesto que expresan un estado de ánimo, una manera de sentir que atañe al conjunto de la sociedad.

Tal es el caso de Hermann Hesse; y traigo su nombre a estas reflexiones porque a partir de releer sus textos, de hacer contacto con el subrayado de ciertos párrafos, es que arribo a esta idea del lazo indeleble e indestructible entre ciertas lecturas y la experiencia del lector. El carácter social del acontecimiento quedó de manifiesto cuando al compartir algunos fragmentos de mi relectura tuve inmediata respuesta de otros lectores que también se habían encontrado con Siddartha, Demian, El Lobo Estepario, Mi credo, en una etapa de su vida.

Sin duda, muchos y muy variados han sido los lobos que nos iluminaron con el brillo de sus ideas, que nos despertaron con el aullido de sus libros. El hilo rojo atado en la infancia y la adolescencia sigue tensándose a pesar del tiempo, del espacio, de las sucesivas e innumerables lecturas que hemos ido construyendo. Al releerlos nos damos cuenta de que subyacen en lo profundo de nuestras experiencias, porque cuando nos conmovemos ante ciertos acontecimientos sociales, cuando manifestamos acuerdos o repudios, cuando somos capaces de avanzar hacia ideales cada vez más claros, cuando tenemos espaldas para disentir y corazón para acompañar, e incluso, hasta en nuestra manera de amar, de condolernos, de gozar, de comunicarnos, comprendemos que hemos sido configurados por aquellas lecturas, con las cuales permanecemos unidos por medio de un hilo silencioso pero inmensamente vivo.

Aquellos libros que están escritos en nuestra memoria, como lo imaginara Ray Bradbury en Farenheit 451, no sólo están a salvo de la falta de reediciones, a salvo del descuido editorial, a salvo de los medios masivos de difusión y entretenimiento que no invitan a ir a lo profundo del ser, sino que también están a salvo del olvido porque forman parte de la memoria de nuestro organismo individual y social.

Podría decirse que el lector, más que ningún otro sujeto, vibra con la energía estética e ideológica de su época. Se habla mucho de la sensibilidad del artista, pero al unísono se manifiesta la sensibilidad del lector, del receptor, pues, así como el escritor prefigura un lector, que no es la persona que lee sino el alma con la cual dialoga, los lectores vamos generando el cubil a donde hemos de cobijar al lobo. El cubil de la lectura es un espacio tiempo, pero además es un lenguaje, una emoción, una perspectiva y una erótica.

Del mismo modo que la leyenda japonesa revela el misterio por el cual ciertas personas están unidas por un lazo indestructible que desconoce la distancia, la relectura nos devela que también hay un hilo rojo que nos tiene unidos a determinados libros. Pueden ser muchos y muy dispares (de hecho lo son) los títulos que vayamos explorando, incorporando a nuestra experiencia literaria a lo largo nuestra vida, pero la unión con ciertos textos llega al nivel de una apropiación tan profunda que se vuelven parte de la propia genética. Es más, se vuelven el idioma íntimo y personal con el que nos damos a conocer y con el que nos comunicamos con el mundo.

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