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Lunes, 28 de agosto de 2006
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Papel picado

Por Sonia Catela *
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Cuando Verónica vuelve del extraño territorio donde se mantuvo las últimas setenta y dos horas, alza el índice, señala el tocadiscos, exige: "poneme a Duke Ellington, che", "¿y ése quién es, Verónica?", "no sabés lo que te perdés..." ¿y desde cuándo tanta intimidad con él?", "desde ahora", "ah ¿sí?", va y vuelve Verónica vuelve y va, "dónde estuviste estos tres días" ahí sentada frente a la ventana que da al patiecito, catatónica, quiero ver con qué sale esta vez, da miedo oír lo que inventa ¿inventa? sus lacónicas explicaciones luego de cada ausencia, "fabricando papel picado" me sorprende, se evade "¿picaste papel?", "literalmente" bambolea la barbilla asintiendo, marca a desgano el ritmo que puse, (un Glenn Miller avejentado, lo único que se aproxima al jazz en nuestra discoteca), practica percusión con su cigarrillo sobre el posabrazos del sillón, quema el tapizado, "loca, volvés loca de donde sea que vayas" no le importa ahora que está de vuelta, movediza, no de cemento con párpados duros hacia el patio "doctor ¿cómo se llama la enfermedad de mi hermana?", rodeándola, levantándole las manos, cruzándole las palmas delante de los ojos, enfocándoselos de lleno con el velador, "catatonía; dale tres de esto y cuatro de esto otro", a Verónica de piedra en su silla le mojo los labios con un algodón y la enfermera llegará con sondas para hidratarla con suero sin que haya fuerza que arranque a mi hermana de su postura, pupilas abiertas al pañuelito de luz y malvones, como ya ocurrió en los anteriores episodios en que se fue aunque se mantuviera aferrada a su sillón, la enfermera no puede, ni ambas uniendo fuerzas a las de tía Ernestina, no hay quien la arranque de donde Verónica se encuentra embutida, clavada hacia el patiecito ojos descorridos e inmóviles mientras la lavo con una toalla ligeramente húmeda y perfumada con miedo de que cuando vuelva me diga lo que me dice "¿que dónde anduve...? fabricando papel picado" y enmudece cuando inquiero "pero dónde, Verónica", se yergue, desperezándose, reclamand! o a Duke Ellington que compraremos hoy sin falta, y riega el suelo con motas de papel rojo, verde, amarillo, colores chillones, papel de carnaval donde sea que haya estado aquí sentada en el sillón tres días y tres noches y "¿no hay manera de evitar estas ausencias, doctor" el doctor Talarn, médico de cabecera que nos trajo al mundo y desde la infancia nos medica con antibióticos para las bronquitis o pastillas de carbón que paren las ominosas colitis admite: "no sé mÇhijita, no te olvides que apenas soy un clínico" carga achaques y se enrola en la honesta escuela de los que pueden declarar ignorancias en su haber científico mientras acerca una lucecita a las pupilas de Verónica y le prescribe la menor cantidad posible de drogas, para qué atormentarla pobre; baila Verónica (ya miércoles tres de la tarde) levantando el voile de las cortinas como si tal, enciende su computadora, revisa sus mails, "¿dónde estás Verónica cuando no estás", me impide el acceso a su experiencia sea cual fuere, mueve la boca, niega "no puedo precisarlo", sabe, lo sabe y me deja afuera. Levanto lentejuelas del papel que se escurrieron a las baldosas, las soplo con miedo a que Verónica realmente se confiese, a que se explaye con algo que exceda las paredes de ladrillos y el agua: dos moléculas de hidrógeno una de oxígeno; con su vuelta, las rutinas se acomodan a horarios en los que se arman las camas, se ordenan y entregan las copias que tipiamos e imprimimos para estudiantes, "hoy pasa Abelardo por su traducción, Liliana tiene plazo hasta el sábado para presentar la monografía".

En su escritorio, mi hermana juega con los papelitos picados, los sopla, los recoge, se empecina en su reserva, "contame", "si me acordara..." cerrándome su puerta en mi hocico. "¿De qué hablan?" tía Ernestina plumerea azulejos en la cocina, oye mal, hay que gritarle, "de papel picado, tía", "ah, ustedes me salen con cualquier martes trece" se ofende, y ojalá tía Ernestina plumereara los insomnios que se enroscan sobre mi cama como humareda y me deciden a perseguir a Verónica, a pedirle que me deje acompañarla en su próxima partida, "no sé cuándo sucederá, nunca lo sé" la tomo de la muñeca, "por favor, voy a aguantar lo que venga, no me prives de probar".

Demora. Recapacita, concede "bueno, dale", y trae la sillita baja y la coloca al lado de su sofacito tapizado en gobelino rosa, preparando el momento. El sábado al atardecer, mientras suena Duke Ellington en la computadora, Verónica me cabecea: "¿venís?". Nos acomodamos. Lo siguiente, tía Ernestina nos apantalla con su abanico sevillano, "pobrecitas, ay, ¿están bien? qué susto, tantas horas", con desconfianza toma el par de hibiscos rojos que llevamos sostenidos en nuestras orejas, "¿pero ustedes..?" recela, hace girar en tornillo un dedo, "pero ¿de dónde salieron estas flores?". "¿Flores? ¿Qué decís?".

Cómo contarle. Una de las válvulas de su corazón se le ha debilitado tanto por la edad que no resiste emociones, aun las de decibeles más bajo. "Cómo qué digo: flores, éstas", "De ningún lugar, tía", "pero te tenemos esta canción" uno,dos, tres zapateos al piso y empezamos Verónica y yo a entonar a coro, abriéndole los brazos a nuestras gargantas, soltando los salmos aprendidos. "Qué hermosura", gorgotea tía Ernestina y va vertiendo lagrimitas como quien arma un collar de abalorios para el baile de esta noche, "¿en qué idioma cantan?" pregunta y para conformarla le decimos lo que más se arrima a la verdad, "en voces de ángeles, tía", "parecen dos sirenas, ustedes, che", se alegra ella; "¿te parece?", "mientras no se me aparezcan embarazadas", "¿a nuestra edad?", "nunca se sabe"; se me ocurre que si tía cargara menos años y no anduviera tan embromada de las coronarias, podríamos acondicionar un banquito, acolchándolo, lo colocaríamos a la par de los nuestros, y le insistiríamos hasta lograr que despegue con nosotras, que nos acompañe aquí, inmóviles, enclavadas frente al patiecito yéndonos tan lejos.

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