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Jueves, 20 de agosto de 2015
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Maternidad Intratable VIII

Por Luisina Bourband
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Ya lo sé, está estipulado que los niños en algún momento deben comenzar el camino de ida de la escolaridad. Hay libros de divulgación al respecto, pedagogos entrevistados sobre el tema, pediatras que lo recomiendan por la radio. Abuelas, tías, amigas, la de la fiambrería y la vecina, todas te preguntan si van al jardincito. Ellas, engañadoras, te niegan su pasado. Ese sensible momento en que dejás por primera vez a tu hijo en la puerta del maternal. Sobre esa angustia nadie escribe. No es cool. Está demodé. Es exageración, o peor, ideología maternalista.

Mientras te duelen las tripas, te gustaría decir: Adiós niños, adiós. O acompañar tu desvelo nocturno frente a lo inevitable leyendo "tus﷓hijos﷓no﷓son﷓tus﷓hijos" de Khalil Gibran, ese poema que ya nadie conoce, y que mi madre tanto me recitaba, probablemente tratando de convencerse de su contenido. El "araca, araca la cultura" no nos sale tan fácil. Somos madres modernas, y eso nos deja sin protección. Algunas se defienden con un pragmatismo gélido. Otras no sabemos dónde poner el dolor.

Llegó ese momento matemático en que la energía que tienen es más de la que gastan en casa y la idea de la externación del hogar se hace necesaria. Mientras empujo el coche un poco turbada, pero con determinación, sé que al nene le va a costar, y a la nena le va a gustar.

He desembolsado una cantidad exorbitante de dinero entre matrícula, mochilita, materiales, uniforme y cuota. Todo por dos. Cuando se abre la puerta de hoja, también doble, presienten el peligro, miran mi impostada sonrisa de promotora y atinan a pedirme upa. Entran llorando los dos al jardín de infantes. Me tiran los brazos clamando piedad, con sus ojos llorosos, los mocos colgando, una postal de tristeza. Parecen los cuadros de Margaret Keane que vi en la película de Burton.

Unos ojos que lloraban. Ojos suplicantes. Independientes del niño/a que los contenía. La imagen de esas lágrimas brotando acompaña dos cuadras mi desasosiego, hormigueando con el coche tándem vacío. Hay una hora precisa en que las madres comenzamos a transitar la ciudad con los cochecitos vacíos. La errancia materna copa la urbe. Siempre el mismo sector, el recorrido habitué, siempre las mismas cruzando miradas silentes como un grito de libertad. Una migración danzante, desorganizada, llena de esperanzas futuras y flashes emotivos, habitando un cuerpo vacilante.

Así nos mentimos unas a las otras, tratando de tranquilizarnos ¡Pero si son tres horitas! El diminutivo intenta minimizar lo que allí está en juego. Hablo con mi amiga de Buenos Aires, madre primeriza de niño de dos años. "Tengo que ir a trabajar a Salta, voy y vuelvo en el día, porque nunca lo dejé a la noche, él nunca durmió sin mí". Me confiesa que quería conocer Salta, pero la va a ver por la ventanilla. ¿Qué cosa extraña hace que podamos concebir esos planes chinos para que el niño no duerma SIN nosotras? ¿Qué es lo que nos extravía de esa manera?

Las dos nos asustamos con el mundo exterior. A pensar la salita del jardín como ese lugar poco iluminado que los llevará a una existencia triste. La soledad, el silencio y la oscuridad, como esos modos de la angustia infantiles frente a los que seremos sus valientes protectoras.

Pero en verdad, lo más grave y profundo de la situación es que "sufro por MI ausencia". La externación escolar es una rotunda muestra de que perdemos la Hegemonía Narrativa sobre ellos. Ya no podemos narrarlos completamente. Desde el umbral, le digo a la "seño" que a la beba le gusta la mamadera tibia y que él necesita el pato para dormir; ella me cierra la puerta amable pero firmemente. Sí, no es un jardín de puertas abiertas, es de los que tenés que esperar afuera, pero era el que más cerca quedaba de casa y en otro, el copado, no había lugar. Esas tres horas son un agujero del relato que no se colma con el "estuvieron bien", o las planillas del pis﷓comida﷓sueño que llenan todos los días para mi información. El cómo les funcionan los agujeros del cuerpo deja de ser mi exclusividad.

Vuelvo rápido porque me siento una madre loca, paseando con un coche vacío, con el impulso a explicar a todo el que me mire el motivo de mi trashumancia. Entro por el pasillo escuchando el solitario chillido de las rueditas. La casa está vacía, silenciosa, verdaderamente linda. Con todos los planes que tengo para ese lapso donde entraría una vida entera, no sé qué hacer. Ordeno juguetes, chequeo mails, miro Facebook. Estoy pendiente del teléfono al que pueden llamar en cualquier momento pidiendo a la madre salvadora, y demostrando su incapacidad para lidiar con MIS hijos. Intento escribir algo y pienso que tendría que hacer gimnasia. Hago la tarea con el más grande sin que los mellizos le usen los lápices de misil. Él también se siente aliviado, él también tiene que acomodarse a ese nuevo tiempo. La adaptación es de la madre y del hermanito que se emociona con volver al idilio de a dos.

Se hace la hora. Toco timbre aunque el cartel invita a esperar en la puerta. La hora de la verdad. Leeré en sus mínimos gestos qué fue de ellos en su nuevo panorama frente a unas caras desconocidas y espacios que se les abren, oscuros. Cuando salen, el bebé está exultante, despeinado. No lloró, dice la seño. La beba tiene los ojos hinchados. O sea, al nene le gustó más y a la nena le costó. Se sube al coche en un ademán delicado, liberada de la experiencia, mientras les dice: "Au kikas" (chau chicas). Nos matamos de risa.

Esa tarde hacen carreritas por el living y es la primera vez que el nene se le sube a la nena y le hace una especie de Doble Nelson, y ella lo agarra de los pelos. Esa noche es la primera de su existencia que permanecen en su cama más de lo común. Esa noche tengo un sueño completo, no un sueño interruptus como en los últimos tiempos. Me despierto, me estiro, agradezco a Sarmiento, a las hermanas Cossettini y a Paulo Freire, sí, a todos ellos, por motivos distintos. La vida es bella, la vida sigue, la vida recién empieza. Me levanto y respiro, respiro como hace tiempo no respiraba.

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