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Viernes, 28 de agosto de 2015
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El es mío, yo soy suyo

Por Leonel Giacometto
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Este debería ser el final. Así debería terminar. Así debe terminar. La sangre aún me muestra su profundo brillo y los olores, húmedos y viscosos, dispersos por toda la habitación. El principio, el inicio es el único inconveniente. No tiene, no tengo. ¿Cuándo comenzó lo que recién acaba de concluir? ¡Un momento: todavía respira! Imperceptible pero real siento su respiración y veo, inmerso en una incontrolable excitación que crece, cómo se mece su pecho abierto en un lento ritmo. La imagen, esta imagen, que observo me abre un inesperado espectro de deseos que me confunden pero me alientan a seguir. Sus ojos me observan aunque creo que está ciego como lo estaba yo cuando ese día me atreví a hablarle. Su boca es una laguna roja que intenta decir algo, decirme algo tal vez. Algo más. ¿Qué es lo que puede balbucear alguien cuando todo, absolutamente todo, está a la vista? Lo que agregue no va a impedirme apoyar, como ahora lo estoy haciendo, mi mano derecha sobre sus costillas y sentir, como siento, el acompasado balanceo de sus últimas funciones vitales. Dulcemente (no tengo otro tono para él) le digo: Si presiono te vas definitivamente. "Definitivamente", me dijo una noche en medio del ensordecedor ruido electrónico cuando le pregunté si lo haría. Y si siempre pensé que el peso de la culpa, esa maldita voz que piensa, recaía en mí, nada me impide, ni me impidió, conocer más sobre él aunque el "definitivamente" corporizó (de su lado) una muralla, al parecer, impenetrable. Y presioné. Y presiono, ahora, tan lentamente como crece mi entrepierna. Cobra entidad mi pene y al crecer descubro que, después de todo, me sigue gustando, me sigue excitando. ¿O es la imagen tan bizarra como el deseo tan intenso? ¿El deseo? ¿Este es el verdadero deseo? ¿Qué es lo que me excita? En vano perderme mentalmente; al fin tengo lo que en cierto momento imaginé como mío: la totalidad de su cuerpo, de su ser. Y como sé que nunca fui suyo al menos él me pertenece por completo. El es mío; tan mío que le pido el corazón y él me responde tan neutro y seguro como siempre: "tomalo". Difícil acceso a su corazón: atravieso una jaula de huesos (me ayuda la pinza) para desconectar cables que llegan a donde, por ahora, no me atrevo a indagar: su cabeza. Mis manos reciben ese pedazo de carne tan poco atractivo visualmente pero lleno de historia. Historia de la cual nunca fui parte y de la que ahora soy dueño. A mi lado están los jeans que lo acompañaron a mi encuentro, a su encuentro. Los conservaré, y hasta quizás lo use. Su ropa también era él. Quisiera verle el culo pero si lo doy vuelta es probable que se "vacíe", desparramándose por ahí y es justamente, exactamente lo que no quiero: ¡que se vaya por cualquier lado! Creo que el tiempo está detenido; siento una quietud sólo alterada por mi excitación. Debería poner música, aunque creo que nada se compara a este silencio. Tiene presencia, cuerpo, compañía. Es la soledad más deseada y la más real de mis sueños. Me desnudaré y le pediré que me toque. Sus manos me acarician las mejillas, susurran en mi cuello. Recorremos mi lampiño pecho hasta llegar a aquello que nunca tocó. Y sin que se lo pida comienza a jugar. Juega, le gusta jugar: sube y baja, sube y baja... Mi mente, al fin, está en blanco.

La rara sensación de la perfección. Nueva y extraña mezcla humana: semen y sangre.

Aparece nuevamente y lo veo esperar, pensativo, mi llegada. Escondido, estaba bajo un hechizo que adormecía la marcha de mis emociones, silenciaba las explosiones mentales y disimulaba las "graves" consecuencias de mi objetivo. Jamás me importaron las palabras que utilizó para justificar el encuentro. Decía ser cortes, amable pero de ningún modo llegaría a más; lo cual era, lo cual es una contradicción de su parte ya que aquí está, "abierto de par en par", inmolado y entrañablemente hermoso. La concreción de mi plan (si es que puedo llamarlo plan) tuvo una falla: la duración de su muerte. Dicen que el veneno para ratas te destruye el interior lentamente. Siguiendo tal premisa descarté cualquier tóxico que arruinara aquello que iba a descubrir. Opté, entonces, por un certero golpe. El error fue su intensidad y, seguramente, la elección del arma. Salpicó. ¡Cómo salpicó! Demasiada sangre para el comienzo. Inmediatamente después del golpe me miró como si yo tuviera que explicar algo. ¡Explicar! Mi respuesta fue un audaz beso metálico en su boca. ¡Todavía escucho el ruido del arma contra sus labios y dientes! Sonido indefinible en palabras pero furioso al oído; tanto que selló su boca en rojizo estruendo. Era una de esas escenas de De Palma: sus piernas, su torso, la cabeza arqueada hacia atrás, los brazos deliberadamente sueltos y la lentitud (repito: la lentitud) de la caída. Ahí estaba, "despertando a la vida", transformándose en escena, en personaje.

Cuando era muy chico leía a Nietzsche y no entendía nada, memorizaba frases sueltas. "Algunos nacen de manera póstuma", recordé y aunque sigo sin entender su obra, esa frase se la robo para él, que yace para mí. Demente sea, quizás, el calificativo aplicado a mi persona pero logré lo que ningún otro: obturar esa parte del cerebro que impide, justamente, realizar un acto demencial y estar absolutamente consciente de ello. ¿Obturar o liberar? Acto seguido tomé aquel cuchillo que seleccioné entre cientos y abrí su pecho. ¿Por qué estaba sin camisa? ¿Cuándo se la sacó? No recuerdo. Da igual. La sangre, descubrí, es la puerta de entrada a un mundo fascinante, a una verdad reservada para pocos. La piel es un disfraz demasiado engañoso.

Por un capricho literario estoy en una habitación demasiado blanca para mis manos aún ensangrentadas. Tengo puestos sus jeans. "Este debería ser el final", escribo. Pienso en el tiempo del verbo. Continúo aunque mi mente se adelanta al encuentro que tendré esta noche con él. Le diré que accedí para no ser descortés pero que de ningún modo, definitivamente de ningún modo, llegaría a más.

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