Después de las intensas tormentas todo volvÃa al sosiego. Pero las aguas
que habÃan caÃdo intensamente sobre los campos eran haraganas para irse, para encausar su furia en esos canales que abrÃan ante la desesperación y la defensa de las cosechas, donde todo varón dispuesto y aún las mujeres se ponÃan en esa tarea que exigÃa muchos brazos, casi sin tecnologÃa en aquellos tiempos más que tranquilos y proclives al sacrificio, siempre.
En estos dÃas de muchas lluvias, que la gente llamaba temporales, el trabajo era nulo a campo abierto, pero se aprovechaba para realizar otros bajo techo. Poner en condiciones los arneses que usaban los caballos para ser uncidos a los implementos agrÃcolas, como arados, rastras, cortadoras de alfalfa, armadoras de fardos luego que desplazaron a aquellas parvas que en las noches semejaban frailes oscuros, y durante el dÃa visitaban bandadas de pájaros que iban a picotear el pasto donde se desplazaban multitud de gusanitos inquietos, que eran su manjar. No sé cómo armaban esas inmensas parvas a horquilla y le ponÃan varias chapas encima y las construÃan tan compactas que podÃan sostenerse sin que las pudrieran las lluvias. Una pala de cortar pasto muy filosa descansaba, apoyada, y cuando se requerÃa su concurso, se cortaba la ración necesaria, que se cargaba en un carrito de dos ruedas tirado por un caballo manso, y se atravesaban los potreros desparramando en breves montoncitos para vacas o caballos que asà se alimentaban en invierno, cuando el pasto escaseaba. (Parva se llamaba un inmenso libro de versos de Baldomero Fernández Moreno que editara en el año 1949, justo un año antes de morir. Un bello libro con xilografÃas de VÃctor Delhez).
Pero debo volver a aquellos atardeceres en que se producÃan los escampes, y en esa calma de fin del mundo, cuando ya las lagunas y los bañados y los canales desbordaban, y la fauna acuática comenzaba a dar voces dÃscolas, dispares y primitivas, como si vinieran del fondo mismo de la tierra, como si quisieran intervenir sin pedir permiso en el espectáculo de una naturaleza que se maravilla de sà misma.
Los caminos rurales y las mismas y las propias calles del pueblo se tornaban intransitables, una vaga tristeza se iba arrimando a aquella bola de fuego muriéndose, para renacer en ese arco iris que tardará en borrarse en las primeras sombras en que se diluye todo, mientras que dentro de las casas el sosiego cunde hasta en ese haz de lámparas cuando se vayan escondiendo tras las cortinas, donde los niños no se atreven porque piensan en los cuentos que escuchan sobre aparecidos y luces malas que la última vez trajo un tÃo lejano con sus grandes bigotes de filtrar el vino y ese sombrero negro que le ponÃa un aire de misterio a su boca que no conocÃa la sonrisa.
Tal vez alguien recuerde otras tormentas. Otros temporales, otros cañadones que se brotaban de agua que anegaron los trigales, los pastizales, los alfalfares tachonados de florcitas blancas y ese olor que ya no sucumbe al vuelo de ninguna abeja y de ninguna mariposa.
Todo esto traigo a mi recuerdo, lo voy construyendo como un tapiz tal vez que se arracima sobre uno con una intensa pasión acuática.
Y queda en uno las aguas que desbordan hasta la más lejana memoria y ese resonar en los oÃdos de esa palabra de mi padre que repercute aún en mis oÃdos.
Qué habrá querido decir cuando trataba de leer el cielo antes de la tormenta y se decÃa a sà mismo: Ojalá no nos agarre un temporal tan largo esta vuelta. Y sin entender uno rogaba que asà fuera.
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