La polÃtica es el arte de conquistar por lo menos cierto poder.
Esa conquista se puede lograr por distintas vÃas o medios. Algunos espurios, como son los mecanismos destituyentes de los legÃtimos gobernantes, en todas sus formas y versiones: Golpes de Estado, golpes de mercado, golpes judiciales, golpes legislativos.
Otros no necesariamente espurios pero reñidos con principios ancestrales y universales de la ética, como el que reza, no matarás. Por ejemplo, las distintas vÃas armadas para lograr el poder.
Hay, sin embargo, vÃas y medios absolutamente legÃtimos y absolutamente valiosos, como la disputa polÃtica a través de procedimientos democráticos, ya sea que estén institucionalizados o que deban institucionalizarse.
En ese orden de cosas, el único arma con que cuentan los que intentan o consiguen practicar la lucha polÃtica es la palabra. Porque la palabra es el medio para transmitir una idea, persuadir a los interlocutores, interpelar a los indecisos, sostener una doctrina, afirmar una convicción, defender unos valores. Todo lo que debe lograr la polÃtica, todo lo que persiguen los polÃticos, en un contexto democrático se consigue exclusivamente por medio de la palabra.
De ahà no sólo la importancia, sino la necesidad de que los polÃticos hablen de lo que hacen, de lo que hicieron y de lo que querrÃan hacer. El problema es que, en una sociedad democrática, los polÃticos además de manifestar lo que hacen, hicieron o harÃan, deben competir, esto es, confrontar con otros polÃticos que, como ellos, también aspiran a ganar el apoyo de las mayorÃas.
Y ahà es donde la palabra se convierte, inevitablemente, en polémica. No puede haber disputa polÃtica, en una democracia, sin disputa discursiva. Eso lo supieron muy bien los creadores de la democracia, que en el recinto donde la practicaban, el ágora, hacÃan de la palabra adversativa la forma por excelencia del discurso polÃtico.
Por esas cosas de la historia y de las hegemonÃas actuales, a la polémica en los medios dominantes y en los lenguajes dominantes ahora se le llama debate. Y se convoca a debatir, bajo el supuesto de que ello es necesario para la salud, no de la vida democrática, sino de una suerte de republicanismo en abstracto con el que se recubren los gestos y los actos escasasamente democráticos de los sectores privilegiados aquà y en todas partes.
A partir de esa convocatoria falaz, se pretende azuzar además al candidato presidencial del Frente Para la Victoria con la necesidad del debate, acusándolo de rehusarse porque la presidenta le prohibe que lo haga.
Sin embargo, rehuir al debate por estas razones indiscutibles es, no solamente mezquino y torpe, sino además polÃticamente desacertado. Un candidato que pretende vencer porque está convencido de la superioridad de su proyecto, debe ser capaz de polemizar con los otros candidatos, para derrotarlos con sus argumentos, que son para él los mejores, y lograr que la audiencia, el público, los espectadores, puedan adherir a sus posiciones, que son asimismo, para él, las más justas.
Allà radica lo esencial del debate. En esa posibilidad de confrontar con los únicos medios o las únicas armas que la democracia admite, con el fin de imponerse, democráticamente, sobre el oponente. Porque toda victoria democrática, es bueno recordarlo, se construye con palabras, a diferencia de otra clase de victorias polÃticas como las autoritarias y dictatoriales que se construyen por medio de la fuerza.
En ese orden de cosas, las circunstancias, las reglas y los escenarios de un debate son lo accesorio no lo esencial, y lo que siempre puede negociarse. Pero lo que no deberÃa negociarse, y menos aún rehusarse, es el hecho mismo de polemizar. Negarse a hacerlo por tactiquerÃa es un un boomerang. Y celebrar la negativa del candidato arguyendo que con eso se burla a los medios dominantes, es festejar un gol en offside, o conseguido con la anuencia de un referee que no es imparcial. Será circunstancialmente útil, pero estratégicamente lo que equivale a decir polÃticamente, y en el lÃmite, éticamente nefasto.
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