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Sábado, 3 de octubre de 2015
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Elogio del debate

Por Roberto Retamoso
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La política es el arte de conquistar ﷓por lo menos﷓ cierto poder.

Esa conquista se puede lograr por distintas vías o medios. Algunos espurios, como son los mecanismos destituyentes de los legítimos gobernantes, en todas sus formas y versiones: Golpes de Estado, golpes de mercado, golpes judiciales, golpes legislativos.

Otros no necesariamente espurios pero reñidos con principios ancestrales y universales de la ética, como el que reza, no matarás. Por ejemplo, las distintas vías armadas para lograr el poder.

Hay, sin embargo, vías y medios absolutamente legítimos y absolutamente valiosos, como la disputa política a través de procedimientos democráticos, ya sea que estén institucionalizados o que deban institucionalizarse.

En ese orden de cosas, el único arma con que cuentan los que intentan o consiguen practicar la lucha política es la palabra. Porque la palabra es el medio para transmitir una idea, persuadir a los interlocutores, interpelar a los indecisos, sostener una doctrina, afirmar una convicción, defender unos valores. Todo lo que debe lograr la política, todo lo que persiguen los políticos, en un contexto democrático se consigue exclusivamente por medio de la palabra.

De ahí no sólo la importancia, sino la necesidad de que los políticos hablen de lo que hacen, de lo que hicieron y de lo que querrían hacer. El problema es que, en una sociedad democrática, los políticos además de manifestar lo que hacen, hicieron o harían, deben competir, esto es, confrontar con otros políticos que, como ellos, también aspiran a ganar el apoyo de las mayorías.

Y ahí es donde la palabra se convierte, inevitablemente, en polémica. No puede haber disputa política, en una democracia, sin disputa discursiva. Eso lo supieron muy bien los creadores de la democracia, que en el recinto donde la practicaban, el ágora, hacían de la palabra adversativa la forma por excelencia del discurso político.

Por esas cosas de la historia y de las hegemonías actuales, a la polémica en los medios dominantes y en los lenguajes dominantes ahora se le llama debate. Y se convoca a debatir, bajo el supuesto de que ello es necesario para la salud, no de la vida democrática, sino de una suerte de republicanismo en abstracto con el que se recubren los gestos y los actos escasasamente democráticos de los sectores privilegiados aquí y en todas partes.

A partir de esa convocatoria falaz, se pretende azuzar además al candidato presidencial del Frente Para la Victoria con la necesidad del debate, acusándolo de rehusarse porque la presidenta le prohibe que lo haga.

Sin embargo, rehuir al debate por estas razones indiscutibles es, no solamente mezquino y torpe, sino además políticamente desacertado. Un candidato que pretende vencer porque está convencido de la superioridad de su proyecto, debe ser capaz de polemizar con los otros candidatos, para derrotarlos con sus argumentos, que son para él los mejores, y lograr que la audiencia, el público, los espectadores, puedan adherir a sus posiciones, que son asimismo, para él, las más justas.

Allí radica lo esencial del debate. En esa posibilidad de confrontar con los únicos medios o las únicas armas que la democracia admite, con el fin de imponerse, democráticamente, sobre el oponente. Porque toda victoria democrática, es bueno recordarlo, se construye con palabras, a diferencia de otra clase de victorias políticas ﷓como las autoritarias y dictatoriales﷓ que se construyen por medio de la fuerza.

En ese orden de cosas, las circunstancias, las reglas y los escenarios de un debate son lo accesorio ﷓no lo esencial﷓, y lo que siempre puede negociarse. Pero lo que no debería negociarse, y menos aún rehusarse, es el hecho mismo de polemizar. Negarse a hacerlo por tactiquería es un un boomerang. Y celebrar la negativa del candidato arguyendo que con eso se burla a los medios dominantes, es festejar un gol en off﷓side, o conseguido con la anuencia de un referee que no es imparcial. Será circunstancialmente útil, pero estratégicamente ﷓lo que equivale a decir políticamente, y en el límite, éticamente﷓ nefasto.

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