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Lunes, 9 de noviembre de 2015
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El cuerpo helado de la jornada

Por Rosana Guardalá
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A Danielito

Cuando llueve así, sólo miro el cielo deseando que pare, que el día se haga corto y que mi viejo vuelva rápido a su casa. Cada vez que llueve incansablemente, veo a mi viejo empapado arriba de la bici, sacudiendo los diarios, secándose una humedad que ya no se desprende. Mi viejo se moja desde que tiene dieciocho años y ya pasó los sesenta.

La lluvia puede ser romántica y hasta sanadora. En mi caso, es corrosiva. Mi viejo se baja empapado y le devuelve el diario a mi hermana menor diciéndole: "Ponelo a secar. Se mojó cuando se lo tiré". Se lleva otro que prolijamente encaja en una bolsa para que no vuelva a mojarse. Todas lo hemos visto alejándose debajo de ese manto nublado de agua. Todas (mis hermanas, mi madre, yo) en diferentes momentos de nuestra vida, cerramos la puerta del escaparate de chapa y nos preguntamos frotándonos las manos o agarrando el mate para darnos calor, cuánta fuerza más tendrá este hombre. Mi viejo se cansa. El agua le duele en el cuerpo, pero aún así continúa.

Mi madre practica cierta curandería certera para estos momentos climáticos. "Llueve. Hoy hay sopa". No importa que sea enero. Ella encuentra en este plato un modo de devolverle cierta temperatura que mi padre perdió por el agua. Él celebra y agradece el ritual "Qué bueno. Algo calentito". Ambos se cuidan en un gesto que no llega a barrer el cuerpo helado de la jornada. Mi padre se baña, se saca la ropa húmeda, que a veces llegaba a ser su tercera muda, y luego se sienta a la mesa. Ese día nadie se queja.

Cuando éramos pequeñas, con mi hermana del medio, durante las vacaciones dejábamos la ropa preparada para al día siguiente, ser diarieras. Mi papá nos tenía que despertar a las 4.30 para que nos fuéramos a trabajar con él. Pero él nunca se acordaba de despertarnos o, cuando se acordaba, ya no podía llevarnos porque se le había hecho tarde. Al día siguiente de cada intento fallido, por años, le reclamamos que no nos llevaba a trabajar con él. Para nosotros era una aventura, para él, "olvidarnos" era un cuidado.

Ya grande, durante un tiempo, estuve junto a mi ex a cargo del kiosco. Mi viejo nos había dejado su cartera de clientes que a menudo me decían: "Decile a Danielito que me traiga el ...", "Decile a Danielito que no se olvide". Al principio, los corregía. Les decía como se llamaba, les explicaba que no repetía su nombre, que no era hijo de mi papá. Pero la que no entendía era yo. Un día le comenté a mi viejo el hecho. "En el taxi nadie me llama Danielito". Entendí inmediatamente, mi viejo es Danielito y lo será siempre, pese a que ya hace décadas, tiene el pelo completamente blanco. Repetir a otro en su nombre era una manera de repetir ese afecto. Acepté el bautismo y comencé a contestarles: "Dale. Le aviso a Danielito".

Sigue lloviendo. Son casi las doce. No va a parar. Mi viejo va a llegar empapado a casa. Pienso que sigue pedaleando debajo de la lluvia por un nosotras que sigue creciendo. Ni yo ni mis hermanas seremos diarieras. Pero, ¡qué nadie diga nada en contra de los canillitas! Una vez, una vecina me dijo si podía decirle al canillita de mi barrio que gritara más tarde "Diario" porque la despertaba. "Señora, el gremio paterno no me lo permite"-le dije sonriendo.

El 7 de noviembre fue el "Día del Canillita". Cuando éramos chicas, ese día para nosotras era como otra Navidad. Mi viejo nos llevaba al Independencia a darle de comer a las palomas y luego, cocinaba. Desayunaba en casa, cosa que no sucede nunca. El día parecía largo porque lo teníamos todo para nosotras.

En la radio, la locutora dice "Intensas lluvias durante todo el día". Pienso en mi viejo y ruego al cielo o quien lo haga posible, que deje de llover. Pero no tengo tal influencia. Tal vez sólo me quede seguir preparando sopas para estos días de lluvia. Tal vez sólo me quede esperar que lea esto y se entere de que las cosas de las que me enorgullezco están inspiradas en él. Lo malo, es todo de mi autoría.

Rosana Guardalá

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