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Martes, 10 de noviembre de 2015
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Buenos muchachos

Por Ezequiel Vazquez Grosso
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I

Año mil novecientos cincuenta y seis. Un joven de veinte años llamado Miguel Angel Rodoni ingresa a una Santa Iglesia en la localidad de Carlos Casares. Según testimoniales de la época, introducidos por el diario La Nación, el adicto del ex dictador acomete los siguientes hechos: arremeter contra los altares; forzar el sagrario y extraer los copones que contenían las hostias; desparramar las hostias por el suelo junto a candelabros, sacras vinagreras y campanillas; arrancar de su lugar la bandera argentina; destrozar los confesionarios; volcar el óleo y la sal del bautisterio. Después de estas arremetidas, deja un mensaje de puño y letra: La venganza de Perón.

II

Antes de enamorarse de la revolución cubana, aun siendo el principal representante del General en el exilio, J.W. Cooke, alias el Bebe, alias el Gordo, alias el Irlandés de los Mil Cigarros, ve en las posibilidades de una insurrección armada la salida a la encrucijada en que ha quedado el gobierno depuesto. Con el General en Caracas, se hace del oficio de escribiente una pasión y de esa pasión una conjura imposible. El Gordo es joven y pasional. Tiene un apetito comparable al de un batallón de palafreneros. Es con una carta, con copia certificada al padre del Irlandés, refugiado en Montevideo, que el General lo nombra su apoderado. Cooke recibe la noticia desde prisión, donde se encuentra junto a ese adinerado de Jorge Antonio y algunos otros. Con tal magnitud de apetito, no hay reja que sea capaz de aprisionarlo.

J.D. Perón, el hombre que iba a quebrar de una vez y para siempre la historia de un país, el hombre que pareciera haber sido enraizado en el mismísimo balcón de mayo, debe acostumbrarse ahora a esas astucias esquelares. Las cartas van y vienen mientras los destinos se multiplican: Chile, Uruguay, Venezuela y Panamá, España y Cuba. Pareciera que la única política que puede reconocer como propia la Argentina es en el orden del espionaje.

III

Cada vez que un avión atraviesa los cielos los vecinos de La Matanza se asoman a las ventanas y cuchichean. Lo que se cuenta es que el avión va a ser negro y que cuando el General descienda, las cosas volverán a ser como antes. Un decreto anuncia que el pasado no puede emitirse, que nombrar al hombre que le dio nombre y espacio a tantos trabajadores, es un desatino. Algunos no cumplimentan, y resguardan en sus casas viejos cuadros. Desde lugares inciertos, vienen discos grabados. Cuando se le pregunta a alguien del barrio, que qué es lo que ha ocurrido con Perón, sólo se responde, lacónico: Antes no éramos nadie y vivíamos en pura miseria. Con Perón, las cosas cambiaron. Con Perón, al fin, todos éramos machos.

IV

Lo mejor que tienen las dirigencias es formar malaprendidos. Cuando muchos años después el avión llega con el General desde el destierro, cuando muchos años después el Conductor de las cartas, de las directivas esquivas, de la eterna sonrisa, hace carne en el territorio, la Argentina es un país muy diferente. Un fenómeno hasta el momento inaudito comienza a desplazarse en los espíritus y adueñarse de las calles: los jóvenes, herederos inexcusables del dieciocho, han exigido voz y actuación propias; a Aramburu han querido hacerlo escalera, para bajar santas de los cielos; un hombre llamado Osvaldo Lamborghini, un verdadero parásito, ha escrito una cosa innominable llamada El Fiord; otro hombre, cojonudo y vital, conocido como Roberto Santoro, recorre fábricas y conventos, cantándole a los patios y a las vecinas; desde el otro lado del charco, un barbudo Cortázar dice una palabra, que suena a borborigmo: Trelew.

Esta vez, Juan Domingo Perón, el hombre que alguna vez creyó escribir la historia de una vez y para siempre, ha sido convocado por casi todas las fuerzas, para corroborar si aun mantiene intacto el pulso de su escritura. La crisis, desde la perspectiva del Estado, es total. Lo que ocurre, no por desbaratado deja de ser sencillo: un pueblo que ha conquistado derechos, no está dispuesto a entregarlos. Un pueblo, una vez que ha conquistado el calor de su voz, es muy difícil de acallarlo.

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