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Miércoles, 2 de diciembre de 2015
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Densidades

Por Jorge Isaías
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Densidades de la luz que apenas delineaban la estribación de las nubes y acaso definían fcrmas que mimaban las alas de algún pájaro gigante.

Otras densidades obturaban con su luz el vacío de los campos abiertos al fragor de las trilladoras o al deambular de las mariposas que tanteaban tanto aire y tanto sol con sus alitas titubeantes en la búsqueda del polen tan necesario y tan distante a veces.

También entraban por los callejones, de a miles, yendo que sí que no por esa luz que sopesaba el aire duro del verano.

Se distribuían por las calles solitarias que quemaban como si fuera una sola playa sola, remendada por arenas que llameaban oro en su esplendor, apenas intervenido por algún pastizal salvaje que retenía la flor libre de los cardos y sus semillas y algún papel que vino errante empujado por la brisa de algún amanecer gustoso de otro clima más benigno o venturoso.

La densidad entonces era acorde con la soledad certera y poco enfática de ese caserío derrengado y desprolijo con sus habitantes como tirados al descuido en ese lugar lejano de una pampa que no nos daba tregua ni resuello cuando los vientos no eran muy propicios, con huecos sin refugio salvo alguna hilera de plátanos coposos o casuarinas oscuramente verdes. Porque aquel álamo solitario poco haría sino ofrecer su sombra que como un cuchillo cortaba el sol a pleno, abusado de flores, de nidos de pájaros que lo habitaban hasta que esos pichones nacieran y luego de volar quedaron sus nidos abandonados y esas hierbas secas se regaran por el suelo, como si no hubieran existido porque se irían a esconder en los pastizales lerdos, como el grito de una lechuza en la noche que tardíamente cruzaba la oscuridad y nos metía el miedo consabido, mientras la quietud de la casa fuera seguro refugio de los peligros de su agorería malsana, cuando estábamos en la protección de los mayores o en el refugio de las frazadas que amorosamente nos había proporcionado nuestra madre.

Como para defendernos para siempre de todos los males del mundo a que habría de someternos la vida.

Una forma amorosa de protegernos y de estar a tono con aquellas densidades cuando todo se tuco que exhibir y ser devaluado a su vez por la inclemencia impiadosa de todo los tiempos.

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