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Jueves, 17 de diciembre de 2015
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Maternidad Intratable XI

Por Luisina Bourband
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El muchacho le dice: no te va a doler, vos quedate quietita. Te voy a sacar unas fotos. ¿Nunca te sacaron fotos? ¿Posibilidades de embarazo? Me pide que me ponga el chaleco metálico. Lo levanto con dificultad, es pesado. De soslayo adivino si volvió el padre de las criaturas, que va y viene con los papeles. Me acerco a la carita asustada de Flaca Escopeta. Sus manos tironean el precinto que le inmoviliza la cabeza. Son las doce y media de la noche. Hace dos horas que estamos en el sanatorio. Escucho los Whatsapp que me vibran en el pantalón. Le tomo sus pequeñas manos y canto. "Una vaca se compró una flor, porque estaba de muy buen humor", retumba en el blanco de la sala de tomografía computada, en el frío de la habitación. Intento amortiguar el horror que se prende de las paredes, con forma de miedo, de futuros negros. Me corren las lágrimas por las mejillas. Ella cierra los ojos. Se duerme, sí, se duerme de desconcierto, en el momento más tenso, para no tener que comprender. La sumisión infantil es una de las cosas que me resultan absolutamente insoportables.

La sala de espera se va llenando por oleadas, con un zoológico de variada composición. Jóvenes que renguean, hombres con atracones, niños compungidos con sus trajes de baile abrillantados, bebés desesperados por una inminente jeringa. Muy fin de año. El administrativo nos ofrece internarla para﷓que﷓nos﷓salga﷓más﷓barato﷓el﷓copago. Me enfurezco. Afuera llueve sin parar desde las seis de la tarde. Es de esos días en que la naturaleza pareciera tener intención. Veo a través del cristal cómo desagota el desagüe del techo. Hago cuentas de cuánto voy a dormir. Dos horas, como mucho. El colectivo sale cuatro y veinte. Cuento las horas de cuánto me falta para rendir el concurso docente más difícil de mi vida universitaria. En ese momento se me vuelve irreal que va a ser el mismo cuerpo (el mío), el que está haciendo de plataforma al sueño infantil, el mismo cuerpo, el que se presentará como un ser preparado a ser examinado en su supuesto más alto nivel intelectual. No tengo bien leída la clase que tengo que dictar, y ya me olvidé lo que escribí para la entrevista. Me burlo de mi ciega y orientada tarea de planificación, en un panorama donde estas cosas no pueden pasar. Una noche como todas, juegan en la cama antes de dormirse, saltan, se tiran almohadones. Basta chicos, ya está bien, basta que se van a golpear. Siento un cráneo que golpea contra el piso de la forma más cavernícola, un sonido gutural. De un sana, sana, el asunto se va empeorando, hasta tener que correr a urgencias. Las zapatillas, el carné de la mutual, la plata, el tío que viene volando, todas las recomendaciones, las acciones encadenadas, postergan el temblor, la duda, el impulso a decaer.

El Whatsapp me dice que Benjamín sigue despierto. Nunca había visto a nadie vomitar sangre. Será una de sus escenas primarias que cimente su personalidad. Mido las infinitas posibilidades de evitar lo sucedido, que me dan justamente lo que no hice. La espera es el laboratorio de hipótesis, también el de echarse culpas mutuamente, el de decirse esas cosas en el peor momento. Me siento abrumada, me duele la cintura y pruebo posturas en la silla de plástico gris. Esperamos durante largos minutos que la especialista interprete las imágenes y mande su informe. En esa especie de cápsula de suspensión del tiempo, rodeada de gente maloliente, pasajera y ruidosa, mi cuerpo no puede estar más achacado, más tentado por la resistencia. La risa de un nenito que acompaña a su papá retumba entre las columnas. Corre como una ardilla. Tan veloz que hace viento y chilla de placer.

La sangre de los pañuelos que acumulamos se va tornando oscura al contacto con el oxígeno. La maternidad, desde su inicio, es un tratamiento de fluidos. Voy de Saltimbanqui por el tema que me tocó. El más difícil. El azar se ensañó conmigo. Tengo que hablar de la filosofía y la psicología. El existencialismo, la fenomenología, el estructuralismo, son de una artificialidad irrisoria frente a ese pequeño cuerpo que tengo tendido sobre el mío, acomodándose. Siento su peso, su respiración. Pero sobre todo, siento su entrega. El laboratorio de suspensión del tiempo que el orden médico me dona, sopesa lo esencial: quita las telarañas de distracción permanente, los modos vanos de hacernos daños superfluos, las maniobras para preocuparnos de cosas intrascendentes. Ese cuerpo que me abraza es una vida que tiene absoluta confianza en mí. En una fusión punto por punto, no hay ninguna parte de su cuerpo que no confíe en mis intenciones. Un amor sin defensas, tan fugaz como trascendente. Una de las glorias vitales sin estridencias. Una existencia tan desprendida del orden, que te desplaza de lo sublime a nadar en el barro en una milésima de segundo. El salto falla, el almohadón se resbala, y la cabeza golpea. Quizás podría hablar mejor de Nietzsche, el del martillo.

Después de todas las especulaciones apocalípticas que la neurosis de una madre puede ofrecer, nos dicen que no hay nada serio, y nos permiten retirarnos bajo la promesa de ser padres S.O.S. La fragilidad que estaba esperando agazapada, se apodera de mí. Dormir es algo poco importante. Cuando dos de los niños sellan su trato con Hipnos, el tercero lo deshace, y comienza su insomnio. A duermevela trato de recomponer mi espíritu vapuleado y prepararlo para lo que viene. Una fuerza anónima permite que igual me levante a la hora y media de que me acosté, planche mi pelo, estudie la clase, tome un mate cocido, y emprenda el viaje geográfico e intelectual que la situación espera.

Cuando llego, luego de un colectivo sucio e impuntual, de esperar taxi bajo la lluvia, lavarme la cara, poner tapa ojeras y dejar mi vida atrás, la veedora del concurso dice, ah, sí, ya vimos que sos muy joven. Una de las jurados, me recibe con ¡cuánto hace que no nos vemos, cuántas cosas hiciste estos años, cuántos hijos tuviste! Dudo bajo qué signo leer lo que me está diciendo. No logro saber cómo pondera la cantidad.

Me someto a la situación como en un trance. De afuera parezco fluida, atenta a las observaciones y preguntas del grupo de mujeres que funciona como jurado. Adentro encuentro rastros de mis hijos en unas zonas lejanas, como un eco. La palabra convulsión adviene en un lapsus. Ellas son más grandes, han practicado mucho el arte de olvidar.

Estoy desplomada en la butaca semi﷓cama del San José. Aún no lloro ni descanso. Me avisan que obtuve un intermedio entre el lugar que esperaba, desde mi inocencia trascendental, y el que tenía. Dicen que no estuve tan bien sobre el Existencialismo. El de Sartre. El que plantea que a las cosas hay que vivirlas en carne y hueso, y pensarlas desde nuestra conciencia reflexiva. El que dice que estamos condenados a ser libres. Irremediablemente.

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