A los caÃdos se los encuentra siempre de algún modo. Puede ser en la espera de un semáforo o en un bar top: Los caÃdos son almas errantes en cuerpos que se resisten a morir. Los caÃdos pueden ser pobres o ricos. Se distingue a un caÃdo por lo que habÃa bajo las cejas: La mirada que ya no está, el ojo que ya no vigila, la pupila que no parece estar viva. Mirarlos fijo da frÃo en la espalda pero uno debe acostumbrarse a los caÃdos, porque se sabe, todos tenemos un espejo.
Cuando aún tenÃa sensibilidad pensó en matarse por amor. Arrojarse desde un piso octavo. Hoy, luego de treinta años en que su epidermis se fortaleció, que claudicó en las artes y se dedica al función pública donde percibe sueldos, comida y casa propia siente que no ha caÃdo. Sin embargo, hubiese sido mejor aquella caÃda romántica que esta, más letal, progresiva y penosa que conlleva y no se da cuenta, ocupado en sonreir, viajar y enriquecerse a costa de su invisible desventura.
TenÃa nombre de árbol de vara enhiesta pero se estaba descascarando. CometÃa pequeños hurtos en su empresa y con lo obtenido mantenÃa un kiosco en su casa con la rapiña. Pero empezó a ponerse paranoico. Lo espiaban, le echaban agua por debajo y era sometido a brujerias y daños. Todos lo veÃan enloquecer pero nadie hacÃa nada. Y cuando se suicidó, aquello quedó como una muerte anunciada, como un chiste negro de oficina, tan previsible como anónimo.
Le decÃan El Marinero porque habÃa estado embarcado y habÃa acuñado una renta. Jugaba en el club al casÃn y era nuestra maldición; nos retaba, chuzeaba y a veces en una fingida pelea cuerpo a cuerpo que entablaba, nos pegaba mal y duro. Era su forma encubierta de hacer daño. Lo odiábamos. Por eso, cuando cayó y su fortuna módica se fue a pique del brazo de una esposa que lo habÃa engañado con otro, lo festejamos en silencio. Nos enteramos de su suicidio en el campito, un domingo antes de jugar. Escupimos en la tierra luego de pronunciar su nombre y luego le rezamos tres Padrenuestros por las dudas.