A Oscar y al negro Tomaso.
Después de una silenciosa caminata por la costanera, nos sentamos en un codo del Saladillo, en las postrimerÃas del Mangrullo, y contemplamos el paraje de las islas y la corriente que parecÃa invitarnos a una nueva aventura. El Zurdo me dijo: "Te fuiste del barrio, Colo". "SÃ, le dije. Mis padres se separaron y mi madre nos llevó a la casa de mis abuelos, del otro lado de Pellegrini". El Chate, sonriendo, exclamó: "Todo un cajetilla". Pindingui agregó: "A este lo perdemos". Lo miré con un gesto de fastidio y me apresuré a explicar: "Es otro mundo...la gente es distinta. Ayer un chico llegó en un auto nuevo a la casa de al lado, me miró, como con ganas de hablarme, pero no sé... El Zurdo me miró como si no comprendiera. No sé,repetÃ, mi familia es la más pobre del barrio, los demás tienen casas lujosas, en cambio en la nuestra hay un baldÃo delante que mi abuelo ocultó con un tapial y un portón con un candado.El Zurdo seguÃa sin comprender: "¿Y eso que tiene que ver? -me dijo- En la casa de mis tÃas, en vez de puerta, hay una cortina". "SÃ, Zurdo, pero vos vivÃs en el bajo Ayolas y a los costados hay ranchos. Como sea, yo me siento extraño, además no veo a mi papá desde hace dos semanas. La primera noche, mi vieja se fue de la casa y me llevaron por todos lados, porque la salieron buscar, decÃan que si me veÃa...". El Zurdo me interrumpió para que contemplase el planear de las gaviotas. "Miren si pudiésemos volar -dijo- PodrÃamos ir a cualquier parte". "Imposible,me dan miedo las alturas, -dije- de sólo pensarlo, me aterrorizo".
Pindingui, sonriendo, seguÃa con su ironÃa: "No les dije, este ya está del otro lado. Pero che, vos sos más inteligente que nosotros, ¿para eso vas a la escuela, para tener miedo?"
Me sonreà y no le contesté, yo estaba aprendiendo que el conocimiento trae aparejado cierta cautela. Después de un rato de retornar al silencio, una melodÃa atravesó nuestro mundo. Caminamos unos pasos hacia donde se hacÃa más intensa. En uno de los ranchos, en el patio de tierra bajo el amparo de un aguaribay, un viejito tocaba lo que después serÃa Quejas de bandoneón. Nos miramos sorprendidos y nos sentamos enmudecidos y fascinados sobre nuestra tierra grave y doliente. La música parecÃa traducir nuestro mundo impregnado de precariedades, pero tan hondo y profundo como el de cualquiera y que de muchos modos nos mancomunaba; por de pronto, a mà me retrotraÃa a la contrariedad reservada de mi padre y a la tristeza de mi madre cuando cantaba "Abre tu vida sin ventanas / mira lo lindo que está el rÃo..." incluso, o ahora me parece, que sentà una brisa de nostalgia. Lo que sà sé es que aceptamos esa música como si fuera nuestra desde siempre, como si hubiese marcado nuestro origen en el orillo y que ahora, al cabo de tantos años, me sigue reprochando algo que no puedo explicar. No sé, es como un complejo entramado que me envuelve cuando sueño, haciéndome sentir la pérdida de algo que me era esencial y que me obstiné en eludir. Algo que perdÃ, ignorando que era para siempre, cuando atravesé la avenida para pernoctar bajo otro cielo. En fin, ese dÃa fue una verdadera despedida, puesto que se acercaba el atardecer y decidimos armar una fogata a la orilla del rÃo para respaldar la protección maternal de nuestra noche. El Chate fue el primero en hablar: "Debe ser difÃcil tocar ese instrumento, está lleno de botones". "Sà -dijo el Zurdo, que siempre me sorprendÃa- pero qué lindo, se parece a la vida". "A qué vida -dijo Pindingui- por lo que yo sé, acá somos cuatro...y este (señalándome) se va a una vida diferente". No sé cómo, pero me di cuenta de que el hecho le dolÃa y era su forma de manifestarlo. "Tenés razón -dijo el Zurdo- de tanto andar juntos parece que pensamos lo mismo". "Tal vez sentimos lo mismo", balbuceé.
El Chate rompió el dramatismo y dijo que reconocÃa la música, porque el tÃo, que era tanguero le hacÃa escuchar a un tal Pichuco. Se paró y en medio de nuestra risa tarareo unos compases y dio unos pasos deliberadamente exagerados. Yo también sabÃa por mi padre, quien era Pichuco y les conté lo que sabÃa. Pindingui dijo que le gustaba que se pareciese a él...Lo miramos sorprendidos, sin entender y como si nada agregó: "Espero que no me jodan más porque me dicen Pindingui". En ese momento, dejamos de ser los cuatro, porque nos tiramos sobre el piso para contemplar la constelación de Orión, escrita en la inmovilidad de un infinito acontecer. Después, tarde, muy tarde, regresamos y yo debà saltar el tapial, atravesar el baldÃo y enfrentar la extrema severidad de mi madre. La casa de mis abuelos me deparó un mundo que tardé en aceptar, un mundo de gente urgida por la posesión y de chicos que tenÃan una meta definida en sus vidas carente de necesidades esenciales. Horacio, Fernando, Raúl, Guillermo, Gabriel formaban una barra que no tardé en integrar, favorecido por el baldÃo que permitÃa reunirnos impulsados por la fantasÃa de una asociación clandestina. La primera de nuestras misiones fue robar los escudos de los autos y esconderlos en uno de los caños de aireación que emergÃan de los techos. Era una tarea absolutamente inútil, algo parecido a un potlach, digamos una especie de lujo que sólo pueden darse los que acumulan un excedente. El excedente de un goce encerrado en sà mismo pero movido por el impulso de una posesión insaciable. Y estos eran ahora mis amigos...Una sensación angustiosa de muerte comenzó a invadirme y yo anotaba en las márgenes de los libros que leÃa, la súbita irrupción de un pensamiento que me retrotraÃa al Zurdo, al Chate, a Pindingui, pensando en qué lugar del barrio, andarÃan pergeñando la tarea de llevar algo a sus casas para paliar el tributo que exige la miseria. Sólo que yo ahora, aceptaba a regañadientes que no era más uno de ellos y trataba, por medio de los libros de reordenar mis pensamientos, y desalentar la decepción que sentÃa acerca de mà mismo, sabiendo que no podÃa representarlos, ni expresar lo que sentÃan, puesto que de este lado cuesta mucho aceptar como es el mundo... y yo, al adaptarme, me sentÃa una especie de traidor...
Han pasado los años, el crepúsculo es la perspectiva viviente de cualquier vida, sin embargo mi trabajo de profesor todavÃa me depara algunas sorpresas agradables. HabÃa escrito en el pizarrón unas frases adecuadas para enseñar poesÃa. Eran de "Damas Gratis", que consideré apropiadas para el contexto. Uno de los chicos me preguntó si me gustaba el tango; después de unas bromas que no vale la pena referir dije: "Quejas de Bandoneón, de un tal Pindingui, perdón, Pichuco, es mi himno". Se rieron a pesar de no conocer la causa de mi lapsus. Esa noche, escuchando una de las versiones de Troilo, que les harÃa escuchar, cerré los ojos, y por el ensueño de la música, volvà a estar ante una pequeña hoguera,en la costa de nuestro Paraná, celebrando con mis amigos, bajo un barrio de estrellas, el profundo misterio de la vida.
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