HabÃa nacido en 1919 y para 1927 (léase con ocho años) iba a la escuela con sus hermanos, Luis, Estela y Felipe, todos tal vez al mismo grado a sabiendas de los simultáneos trabajos de boyero y sirvienta que los cuatro tenÃan porque, entre comas o comillas, la madre, Margarita Arduino, las habÃa abandonado dejándolos muy tempranamente al cuidado del papá, Luis Busellato, quien además era alcohólico y (tal como decÃa ella, mi abuela) "mucho no podÃa hacer".
Digo de la escuela porque muchas veces relató que "le iba bien" y que, de no ser por la infección de pobreza que venÃa sin correcciones y con mucho invierno a cuestas, hubiese muy bien terminado el "sesto" grado.
Cada vez que hacÃa referencia a su precaria formación escolar yo pensaba en los salones de los años veinte, el aspecto discutido de algunas maestras y sobre todo (sobre todo) en mi abuela chica tan linda y estudiante, a quien por momentos amaba tanto (en forma primaria y lÃrica) que los hechos traÃan quintales de tristeza.
El paÃs, los cuadernos, los lápices, la suplementaria forma de aprender en aquellos tiempos de trabajo infantil o indiferencia sustancial con un sostén. La madre ida ("por una calentura", asà circulaba) y una secreta transparencia por definir hasta qué grado habÃa avanzado la Tata. Una vez dijo: tercero. Sin polémica ni grito ni queja. HabÃa cursado incompleto y con cierta vanidad solo el primer ciclo de formación donde el dos es fantástico y la hache un logro.
Entre vestidos, trigales, camino y destino transcurrió la infancia atontada por una miseria que vibraba en casas de familia y hoteles donde Luisito amasaba fideos; dividida mi Tatita quizás entre: saber y comer, eligiendo lo poco que tenÃa a su alcance, una dignidad con socorros mutuos y el canto de sus inmensos valores.
Cuando tenÃa yo dieciséis años un dÃa tuve que acompañarla al oftalmólogo. HabÃa perdido la vista en una presbicia misteriosa y no lograba leer sin lentes el acorazado de mayúsculas que proponÃa El ClarÃn o el suplemento dominical de La Nación.
Fuimos donde el oculista a Colón una tarde en que su hermosura desaceleraba el tiempo, viajé con la risa de esa vieja siempre de moda.
La hicieron pasar por su apellido de casada: Gaspari, asà se presentaba; Gaspari era más que su nombre y más de lo que pudiera imaginar un ser humano.
Entramos y un doctor fino e inteligente comenzó a probarle distintos tipos de lentes, graduaciones y lupas inentendibles cosa de hacerle recuperar el respeto por las palabras o la escritura de espinillos olvidados en Tancacha por una escuela primaria escondida en su naturaleza.
Ella sentada en un banquito mucho mas chico que su culo se colocó una estructura en la vista y el médico comenzó a pedirle que dijera qué letras veÃa (con el fin de corroborar si daba en la tecla con el aumento).
Recuerdo este momento porque sufrà como pocas veces. Me dio miedo que viera sà pero que no supiera nombrar las letras.
Yo, que ya terminaba la secundaria y que a la raÃz cuadrada y los dictados me los comÃa como arroz con leche estaba en otra parte, en otra medicina. Pensé en su escuela, en mi abuela mÃnima, la foto de Sarmiento, este paÃs y sus crisis.
Sentà algo sagrado e instantáneo. Quizás la mixtura exacta entre la verdad y el amor. Ganas de que mientras duraba la medición nos tragara la tierra a las dos juntas.
La Tata empezó, "a, be, ce, o, doble ve, eme". Al llegar a la ka dijo "que" y ese fue su único error.
El doctor con sus pequeñas dioptrÃas sin advertir la maravillosa experiencia de ser huésped en ese abecedario conjetural, sin tener prevista a la Argentina ignorante.
Tuve terror a que no le hubieran enseñado el castellano y que, en castellano, no pudiera reconocer a la te de te quiero.
Salió con sus pasitos enclenques y su receta óptica más la de los bifes a la criolla que sabÃa de memoria. Se retiró del consultorio con lo errático de vivir casi sin cultura y contemporáneamente con un saber eficaz y un dolor increÃble.
Tuve miedo de que se diera cuenta de la jota. De llorar por una tentativa adormecida de que todo hubiera podido ser distinto.
Entonces la abracé con un abrazo que muchos años después alcanzo a descifrar.
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